
Tribuna
Niños palestinos, conmigo vais, mi corazón os lleva
El mundo actual, para vergüenza de la llamada humanidad, nada puede hacer para detener el holocausto

Tomo prestadas las estrofas del hermosísimo poema de Antonio Machado «Campos de Soria», seguro como estoy de que, si hoy viviera, usaría su inmenso lirismo para afirmar, como millones y millones de personas: «Niños palestinos, conmigo vais, mi corazón os lleva». La infancia es la edad de la inocencia. Miles de niñas y niños mueren en Gaza y Cisjordania por el peligroso hecho de haber nacido.
Y aunque muchos levantan la voz expresando el horror que padecen, las instituciones internacionales son incapaces de acabar con lo que se asemeja mucho a un genocidio. Según la RAE, un genocidio representa «el exterminio o eliminación sistemática de un grupo humano por motivo de raza, etnia, religión, política o nacionalidad».
¿Con qué culpas cargan estos niños? ¿Simplemente con las de haber nacido en un determinado momento y lugar, cuando de ello no son responsables y mucho menos de la estructura política y social de ese territorio ni de los conflictos y enfrentamientos que allí suceden?
¿Qué culpa tienen quienes viven atrapados entre dos inmensas tenazas que los oprimen? De un lado, la dictadura que sobre la población civil de Gaza ejerce Hamás, una organización que desde su creación en 1987 se declara yihadista (llamamiento a la «Guerra Santa»), nacionalista e islamista, con el fin de establecer un estado islámico en Palestina (aunque es cierto que en 2017 sus nuevos Estatutos solo hablan del establecimiento de un estado de Palestina soberano e independiente); y de otra, la tenaza que representa la respuesta de Israel a un ataque terrorista que, al carecer de límite alguno ni respetar el derecho humanitario internacional, se transforma en una agresión brutal.
La guerra también tiene reglas. Y el Derecho Internacional Humanitario las regula, en especial para proteger a los civiles no implicados en el conflicto. Y es evidente que la inmensa mayoría de los fallecidos y heridos en Gaza y Cisjordania son civiles.
Por supuesto que Israel tiene derecho a su defensa. Es (o era hasta hace poco) un Estado democrático, con una vibrante sociedad civil que, sin embargo, no es capaz de poner freno a las ambiciones de Netanyahu y los grupos ultraortodoxos que lo apoyan, quienes pretenden destruir al pueblo palestino, como se ve con más claridad, sin tapujos, con la iniciada invasión del territorio de Gaza.
Es evidente también que la reacción desproporcionada, que muchos juristas califican de crimen de guerra (violaciones graves del derecho internacional humanitario) e incluso crímenes contra la humanidad (que implican asesinatos, deportaciones, torturas y otros actos contra la población civil), está contribuyendo al mantenimiento de Hamás, organización que Israel no ha sido capaz de destruir, ni tampoco de liberar a los rehenes israelíes aún en su poder.
Y todo ello, a pesar de la abrumadora ventaja del que es uno de los ejércitos más poderosos del mundo, que usa indiscriminadamente su capacidad de destrucción, que utiliza la fuerza sin restricción alguna, atacando viviendas, escuelas, hospitales y campos de refugiados contra las normas del Derecho internacional mencionado.
De este modo, Hamás no se debilita, ni pierde su capacidad de control sobre la población palestina que no puede escapar del asfixiante control que ejerce sobre ella, a pesar de las tímidas muestras de rechazo que han ido surgiendo durante todos estos meses.
Los españoles hemos sufrido un apagón de apenas 12 horas, alterando nuestras condiciones de vida. Los niños palestinos, y sus familias, sufren la carencia permanente de luz, de vivienda, de comida, de atención sanitaria y se ven obligados, parece que hasta su expulsión definitiva, aunque no se sabe a dónde, a vivir en la calle a la espera de la próxima bomba o misil que acabará definitivamente con ellos.
Y todos lo sabemos; lo vemos a diario; leemos las crónicas sobrecogedoras de esta terrible realidad, aunque con la visión perturbada por las lágrimas que cualquier ser humano que se precie derrama sin consuelo cuando ve las bolsas que cubren esos inocentes cadáveres.
Parece que el mundo actual, para vergüenza de la llamada humanidad, nada puede hacer para detener el holocausto. Y menos desde que nos ha caído encima, en forma de calamidad, un nuevo jinete del apocalipsis llamado Donald Trump.
Pero queda un territorio que debería elevar la voz, Europa, levantar la antorcha ética de la defensa de los inocentes, actuar con contundencia contra los responsables de estos hechos, usar su poder y fuerza (que es mucha) para movilizar al mundo exigiendo un ¡Basta ya! Y, sin embargo, su respuesta es débil e insegura, de lo que se aprovechan los halcones de la guerra.
Thomas Gould, diputado del Parlamento de Irlanda, hace unos meses, en un emocionante discurso, recordó que todos debemos de dar cuenta de nuestros actos y que cuando, refiriéndose a Netanyahu y sus generales, pertenecientes al judaísmo, fueran llamados por su buen Dios a su lugar de descanso, esperaba que este los enviara directamente al infierno como responsables de la muerte de tantos niños inocentes.
Jesús Caldera Sánchez-Capitán es exministro del PSOE
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