Historia

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¿Por qué Bill Gates se inspira en Adolfo Suárez?

El creador de Microsoft le sitúa como referente de liderazgo «efectivo y poco común» que cambió el país mediante el diálogo

¿Por qué Bill Gates se inspira en Adolfo Suárez?
¿Por qué Bill Gates se inspira en Adolfo Suárez?larazon

El creador de Microsoft le sitúa como referente de liderazgo «efectivo y poco común» que cambió el país mediante el diálogo

«Es difícil encontrar un mejor ejemplo de lo que debe ser un líder». Ése es el juicio de Bill Gates, el creador de Microsoft, sobre Adolfo Suárez, el político que, de acuerdo con el Rey Juan Carlos, condujo en España la Transición a la democracia. Lo dice en la última entrada de su blog a propósito del libro de Archie Brown «El mito de los líderes fuertes». Para Gates, Suárez es un ejemplo de liderazgo transformador, «muy efectivo y desgraciadamente poco común», que logró cambiar el país mediante el diálogo y la negociación. Supo escuchar y acertó con la buena dirección.

Se trata de un reconocimiento muy valioso y oportuno por parte de alguien desinteresado, que sabe mucho de liderazgos y cuyas opiniones tienen una proyección universal. Éste es un buen descubrimiento. Ocurre cuando en España se apagan , a dos años de su muerte, los elogios fúnebres de los que levantaron entonces al político de Ávila un efímero monumento en la plaza pública con las piedras que ellos mismos le habían arrojado en vida, y cuando nuevos aprendices de brujo pretenden descalificar la Transición a la democracia y su principal fruto: la Constitución del 78, que fue la de la reconciliación y la concordia. Esta exaltación tardía de la figura de Adolfo Suárez sucede, además, cuando salta a la vista la falta de líderes fiables en el mundo y cuando asistimos a la rebelión de la gente contra las élites. La falta de referencias intelectuales, morales y políticas es uno de los fenómenos más inquietantes de nuestro tiempo.

«Mi punto fuerte –declaraba Suárez al «Süddeustche Zeitung» en abril de 1977, en vísperas de las primeras elecciones democráticas y recién legalizado el Partido Comunista– es, creo yo, ser un hombre normal. No hay sitio para los genios en nuestra actual situación». En efecto, él no es un ideólogo, es un político flexible y muy ambicioso, con un gran encanto personal, un posibilista con un notable punto de osadía. Sabía que los que habían pasado por colegios selectos le miraban por encima del hombro y los que venían de la oposición al franquismo le despreciaban por carecer, en su opinión, de pedigrí democrático. Decididamente, era un desclasado, un «chusquero de la política», como solía repetir. Venía de abajo, con una familia hendida por las consecuencias de la guerra. Sus abuelos y su padre eran republicanos y él tuvo que trabajar en el Movimiento, sin ser falangista, y proponerse como gran objetivo la instauración de la Monarquía parlamentaria. Su instinto le hacía manejar muy bien los tiempos políticos. «Si la inteligencia es la capacidad de ver a lo lejos –dice Ignacio García López, que le acompañó de cerca en la difícil travesía–, esta fue, para mí, la virtud sobresaliente de Adolfo Suárez. Ver a lo lejos, trazar un programa, fijar un objetivo y cumplirlo».

Suárez fue un español de a pie que escuchó desde niño el rumor de la calle. No procedía de ninguna Universidad de renombre. Licenciado en Derecho por libre, en el verano se ganaba la vida acarreando maletas en la estación. De una notable inteligencia natural, más observador que lector, más conversador de mesa de bar que de sillón académico, fue un rapaz de Goya o un quijotillo de armas tomar que la historia dispuso que se ocupara de España, al lado del Rey, en un momento decisivo.

En la defensa en las Cortes de la ley para la Reforma Política, que fue la llave para cerrar el viejo caserón del régimen anterior, dijo: «Hay que hacer políticamente normal lo que a nivel de la calle es normal». ¡Siempre la búsqueda de la normalidad y la conexión con la gente de la calle! Los de la boina, solía decir. Ésa fue la clave de su liderazgo. Y para ello empleó la búsqueda del consenso, como ha visto bien Bill Gates. «El diálogo a rostro descubierto es el único instrumento de convivencia», anunció en su mensaje a la nación, en TVE, el día que juró su cargo, con una tremenda hostilidad hacia él en los medios de comunicación y en la mayor parte de la clase política.

–¿Se siente usted un presidente legítimo? –le preguntó un corresponsal extranjero al llegar a su piso de la calle de San Martín de Porres la tarde de julio tras recibir el encargo del Rey.

–Soy presidente del Gobierno conforme a la legalidad vigente –respondió–, pero sé que la legitimidad solamente la otorgan las urnas.

En sus confesiones a TVE a los veinte años de la muerte de Franco reconoce este recibimiento: «La verdad es que lo pusieron difícil».

Nos situamos en el verano de 1976. Había que desmontar a toda prisa el aparato del viejo régimen. La reforma administrativa debía preceder a la reforma política. Cuando el presidente Suárez entró en el palacete de Castellana, 3, no quiso ocupar el despacho que había sido de Carrero Blanco y se instaló en el ala sur de la segunda planta. Manuel Ortiz, su jefe de despacho con categoría de subsecretario, describe así el deprimente escenario: «Apenas funcionaban los teléfonos; el gabinete telegráfico –lo mejor con diferencia– carecía de personal indispensable. Y fantasmales, provectos y dignísimos conserjes circulaban silentes sobre las alfombras, apagando una luz tras otra en cuanto el presidente salía de su despacho».

Durante aquellas primeras semanas, Suárez apenas durmió cuatro horas diarias. Cada noche, fumando sin parar tabaco negro –Fetén y luego Ducados– y consumiendo una taza de café tras otra, permanecía en la más estricta soledad, sentado a la mesa con un fajo de folios en blanco, donde anotaba con su cuidada letra de pendolista hipótesis, nombres y actuaciones. Aguantaba poco sentado. Se levantaba y paseaba por el despacho. No era raro que en la alta madrugada sonara el teléfono y el Rey le preguntara qué hacía. «Aparte de nosotros, la media docena que estamos aquí –preguntó allí el general Gutiérrez Mellado– ¿alguien más cree en lo que estamos haciendo?».

En dos años «el bienio prodigioso» –la llama Manuel Ortiz– llevó a cabo con la ayuda de un equipo reducido de colaboradores fieles, liderados por Suárez, la transformación de España. Una vez aprobada la Constitución y celebradas las elecciones de 1979, se inició el acoso y derribo y en enero de 1981 se vio obligado a presentar su dimisión al Rey. Cuando el 23-F los golpistas entraron en el Congreso, Suárez no se arrojó al suelo como los demás y permaneció sentado, solo, en el banco azul. Esa estampa quedará como la imagen perdurable de la dignidad de un gran líder político. Éste es, según Bill Gates, un modelo poco común de liderazgo.