
Opinión
La restauración que nos devolvió España
En el aniversario de la proclamación como Rey de Don Juan Carlos I, su ejecutoria de aquellos años tiene para todos el valor de un testimonio ejemplar y el de servir de pauta rectificadora de nuestro actual rumbo histórico

La proclamación como Rey de España de Don Juan Carlos I es el hito fundacional de la Transición en su fase preconstituyente. Durante veinte meses, del 22 de noviembre de 1975 al 22 de julio de 1977, Don Juan Carlos ejerció el amplísimo «fondo de poder» que le atribuían las Leyes Fundamentales con el objetivo final de restituir la soberanía a su legítimo dueño, el pueblo español, protagonizando lo que Julián Marías llamó «la devolución de España». Porque la segunda restauración monárquica fue también una reintegración democrática: los españoles volvimos a ser dueños de España. Ejemplo inédito y aleccionador en tiempos como los actuales, de boga populista y autocrática, en que se estila justo lo contrario: el abuso del poder, en desafío explícito de límites constitucionales.
Don Juan Carlos pudo consumar su designio democratizador porque supo ganarse, por sus propios méritos, apoyos institucionales y sociales suficientes. Cierto que para la sociedad española de la época la memoria de la Guerra Civil era entonces más advertencia que nostalgia; la historia todavía no se decretaba y seguía siendo «maestra de la vida» y «musa del escarmiento».
Don Juan Carlos no lo tuvo en absoluto fácil. En 1975 el régimen era un aparato institucional relativamente consolidado, dispuesto a sucederse a sí mismo, pero al que fallaba la pieza principal: la Corona. Pronto pudo comprobarse que las intenciones aperturistas del Rey no eran simple retórica. Pero en el comienzo siempre está la palabra. El Mensaje de la Corona del 22 de noviembre evoca, intencionadamente, el manifiesto de Sandhurst, la fe de bautismo de la primera restauración. Ambas restauraciones se asientan en la virtualidad de la monarquía como factor de concordia y promotora de orden y libertad. De hecho, entre ambos mensajes hay coincidencias literales: «Las naciones más grandes y prósperas, donde el orden, la libertad y la justicia se aúnan mejor (1876) /han resplandecido mejor (1975) son aquellas que respetan mejor su propia historia (1876) /que más profundamente han sabido respetar su propia historia (1975)».
El Mensaje de 1975 comenzaba aludiendo a las tres fuentes legítimas del título que se proclamaba: tradición histórica, legalidad vigente y aceptación popular. El servicio a España quedaba entendido como cancelación de discordias civiles: «Que todos entiendan con generosidad y altura de miras que nuestro futuro se basará en un efectivo consenso de conciliación nacional». Era sentar la base más firme –la reconciliación, no la victoria– para que pudiese comenzar «una nueva etapa en la historia de España», con el propósito compartido de transitar hacia «una sociedad libre y moderna».
A Don Juan Carlos le faltaban entonces la legitimidad dinástica y la democrática. Vendrían después, con el referéndum que aprobó la reforma política, la cesión de los derechos dinásticos por Don Juan de Borbón y las elecciones del 15 de junio de 1977. Había comenzado, gracias al impulso de la Corona, una operación política de dimensión histórica que, en diciembre de 1976, al hilo de los acontecimientos, Raymond Aron calificaría como «experimento absolutamente fascinante». Fue posible porque se concitó, en palabras de García San Miguel, una «síntesis armónica de comportamientos razonables»: el Rey impulsando el proceso que limitaba su poder, el pueblo aislando radicalismos violentos y ratificando en elecciones sucesivas opciones moderadas, los hombres de gobierno sacrificando posiciones y convicciones, y la oposición deponiendo, con excepciones marginales y violentas, actitudes rupturistas.
La democracia alumbrada entonces no estará garantizada nunca en ausencia del espíritu cívico que sepa practicarla y defenderla. Seguirá requiriendo, mientras exista, la posibilidad de alternativas ordenadas de gobierno y la cooperación de los ciudadanos, el mutuo respeto, la prioridad de las cuestiones de Estado sobre los intereses partidistas, el comportamiento íntegro de la clase política, y una decencia básica en el ejercicio del poder que lo haga incompatible con la detentación de intereses personales.
La democracia no es don del cielo, es planta delicada que pide cultivo y exige sacrificios y voluntarias limitaciones. En el aniversario de la proclamación como Rey de Don Juan Carlos I, su ejecutoria de aquellos años tiene para todos –desde luego lo tiene para mí–, el valor de un testimonio ejemplar y el de servir de pauta rectificadora de nuestro actual rumbo histórico.
*José María Aznar, presidente del Gobierno (1996-2004)
✕
Accede a tu cuenta para comentar


