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Madrid en agosto

La Razón
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Siempre me ha gustado Madrid en agosto. Siempre me ha parecido que éste es su mes, cuando sale a flote, sobre el asfalto despoblado y las aceras dimitidas, su verdadera alma sin políticos, sin Corte Real, sin pueblo llano siquiera, sin un alma. Siempre he tenido la sensación de que es en agosto cuando Madrid se encuentra por fin a sí misma, cuando parece un cuadro de Antonio López, soleada, horizontal, desierta, castellana… Sin embargo, este agosto es diferente de los otros. Es el agosto más hondo, duro y descarnado de la crisis. En este agosto de 2011, Madrid se ha desmentido. No ha querido fingir su prejubilación anual ni ser fiel a su costumbre de deshabitarse porque se han conjurado los astros del cielo y de internet. Se han citado en este agosto, en Madrid, los que no han podido salir con los que han podido venir, los que han renunciado al veraneo porque no les llega el presupuesto para Benidorm ni para Almuñécar, con los que han traído a veranear el alma con el calorcito del JMJ y la visita del Papa; el brazo político-militar-ateo del 15-M, con Zapatero, con Rajoy y con toda la clase política, azuzada por el inevitable pudor que da seguir de vacaciones mientras Trichet nos rescata como un socorrista de la piscina de la deuda pública. En Madrid se ha juntado todo el mundo en este extraño y angosto agosto para producirme la sensación de irrealidad que produce una intempestiva reunión de escalera de vecinos a las tres de la madrugada porque el chalado del quinto quiere arrojarse por la ventana. Aquí estamos todos congregados, despertados, desvelados, en bata y en mitad de la escalera de vecinos que es Sol o Cibeles o El Retiro. Nos hemos puesto en este agosto unánimemente de acuerdo para sabotear el lienzo madrileño de Antonio López, justo cuando Antonio López expone en el Thyssen su Madrid agosteño de azoteas, antenas, cuerdas de la ropa y cúpulas de la Telefónica, su Gran Vía vacía y dominical, eterna, de una fantasmalidad diurna y un hiperrealismo modesto, sincero, que nunca se pasa de moda, deconstruido en todas sus fases, sus horas de luz, sus melancolías, sus huecos humanos, sus deserciones y sus ausencias. Madrid no es Madrid en este agosto calurosamente invernal de la crisis, de las terrazas que se llenan y vacían repentina, caprichosamente, obedeciendo a volubles pulsiones de despilfarro y ahorro como las Bolsas; de las calles concurridas y los taxis que surcan Alcalá, vacantes; de la juventud católica y de la atea, que se cuela en el mismo metro porque está secretamente enamorada de la otra. Madrid es en este agosto una anomalía del cambio climático o económico o ecuménico.