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Ifón (y vermouth)

La Razón
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Hace tiempo hablamos de un invento que irrumpió con estruendo en la sociedad hasta que alguien, como en «El traje del emperador», se extrañó por ver a todo el mundo tan contento dado que era mucho mejor lo de antes. Hablamos, naturalmente, del móvil de pantalla táctil, el azote de los señores de dedo gordo. El móvil táctil, aparato aliterado como el podenco ibicenco o la cúpula de la Sexta, Ferreras y Contreras, surgió hace poco y nos enseñó muchas cosas. Nos enseñó que con la oreja se puede colgar, que no por mucho apretar la pantalla funciona mejor la cosa y que, tras un rato de charleta, nuestro aparato auditivo emite vapores desconocidos que provocan empañamiento de pantalla, sensación de suciedad y urgencia por limpiar con la manga de la camisa.

El móvil táctil o tactomóvil (neologismo que una desearía poder regalar a Luis Escobar, como en «La colmena» se ha perfeccionado y el resultado es el iFón, ingenio modernísimo que supone un paso evolutivo respecto al móvil con teclas de la misma forma que el agua de seltz, de quien quizás tome su nombre, supuso un avance respecto al agua de grifo. Ahora casi todo el mundo tiene un iFón, oigan, y es que vale lo mismo para escuchar música que para consultar el tiempo en el País Dogón, para hacer fotos tontas o hasta para hablar por teléfono, toda una excentricidad. Sobre todo, el iFón nos hace la vida más divertida cuando vemos a unos señores muy serios dando pellizquitos virtuales a la pantalla o pasando el dedito de lado a lado como si acariciaran un hámster. Tiene también, claro está, sus desventajas: los usuarios están obligados ahora a contestar de mala gana correos electrónicos desde campo y playa. Las respuestas, además, suelen ir llenas de faltas de ortografía, gentileza de los traicioneros teclados táctiles; de ahí la mención final, «enviado desde mi iFón»; con ella se excusa el emisor de antemano, se hace publicidad del fabricante y se le recuerda a la parroquia que uno, que menudo es, tiene un iFón, que si no pondría «enviado desde el iFón de otro». Pero lo peor del iFón es que ha acabado con las interesantísimas conversaciones que siempre surgen a los postres cuando alguien se olvida del nombre de un actor famoso o un vino de postín. El ejercicio mental que transportaba las palabras desde la punta de la lengua a la realidad ha sido sustituido por la insulsa búsqueda en Google a través del dichoso iFón. Que vuelva el móvil de góndola, por Dios.