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El ministro sabueso

La Razón
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ues eso, que ha dicho Bernat Soria -ministro de Sanidad de Zapatero- que los taxistas madrileños se pasan la ley antitabaco aproximadamente por los cojinetes. Y todo porque en Madrid tenemos muchos humos –demasiados, sin duda, para los gustos del Gobierno– y alguien ha de pagar los platos rotos por haberle dado una tunda a las izquierdas. El mejor amigo del hombre es, por definición, el perro. Pero si el hombre en cuestión es un político –que es medio hombre y medio ente– lo normal es que se busque un chivo expiatorio como animal totémico y que lo saque a pasear y a hacer sus cosas venga o no venga a cuento, que por lo general no viene.

El chivo expiatorio del antedicho Bernat Soria (Soria existe, ya ven, igual que Teruel o Cuenca) son los profesionales de «la rosca», ese requiebro tan castizo y desenvuelto que usaba siempre El Fary que estás en los cielos cuando se refería a sus colegas. Esos que curran como enanos aliviando fatigas y remediando urgencias para que ahora les acusen de falta de higiene. Porque el ministro ha declarado, con un par (y con un par de columnas lo ventiló la Prensa), que en los taxis que circulan por Madrid –o en algunos, al menos– huele a tabaco frío y a delito candente. Y el señor Soria –que igual que Sherlock Holmes es una máquina implacable destripando evidencias– ha logrado llegar al fondo del asunto en menos de lo que tarda un cura loco en ventilarse un padrenuestro. Si huele a tabaco es porque alguien ha fumado, bien sea el conductor o bien el pasajero, y mientras no haya otra pista más fiable de ahí el señor Soria no se mueve. !Elemental, querido Watson!, estará chamullando para sus adentros. Eso es tener auténtico ojo clínico y lo demás confetis navideños. Comparado con Soria, el doctor House, un tuerto. En cualquier caso ¿cómo ha sabido el señor Soria a qué huelen los taxis en la capital del Reino? Por experiencia propia resulta harto improbable porque a los socialistas no les sacas del Audi ni con aceite hirviendo. ¿Se lo ha chivado, tal vez, un amiguete? ¿O un primo, a lo mejor, ahora que los primos se han convertido en parientes de alto riesgo? Sea como sea, Bernat Soria se ha pasado de listo y de frenada al mismo tiempo. Tocarle las bujías –y los cojinetes–- a uno de los poderes fácticos de la ciudad inclemente es una ocurrencia digna del que asó la manteca. Vamos, que no las huele.

otros porque no han roto con la fe de sus padres; algunos, simplemente, porque les sale gratis. Eso, en definitiva, no es evaluable y, además, carece de importancia. El Belén de Esperanza –¿acaso no la acusan de montar el belén por un quítame allá esas pajas?– es un ejemplo contundente de coherencia cultural y de gestión política desacomplejada.

Sin el Belén de la Casa de Correos, la Navidad gallardoniana y vergonzante, sería poco más que lucecitas, ejercicios de estilo, purpurina y fanfarrias. Una puesta en escena aparatosa y, a la vez, ayuna de sustancia que no tiene otra meta que hacer caja y convertirnos en rehenes de la insignificancia. Exagerando un pelo –tampoco demasiado– quizá llegue la hora en la que Adviento y Ramadán acabarán equiparados y la asnilla, y el buey, y los pastores, y los magos, y el ángel pregonero, y las lavanderas del regato seràn considerados puro atrezo de una superproducción apolillada.

or eso hay que cursar una visita al Belén de Esperanza e intentar parecernos a ese niño al que su abuelo, por si acaso, no suelta de la mano. Maravillarnos, como él, con el correr del agua. Fruncir un poco el ceño imaginando a Herodes ahíto de rencor en el palacio. Y leer en sus ojos el eco del Amor que se derrama sobre el mundo desde un humilde establo.
En la Puerta del Sol, después de dos mil años.