Coronavirus

Un confinamiento en ultramar (XXXIII): Si esto fuera Tegucigalpa

Sobrará con que evitemos la administración de un gobierno que dijo salid y multiplicad el virus, y posteriormente, decretó el apagón

Una mujer camina de noche en Brooklyn por calles vacías a causa de la pandemia
Una mujer camina de noche en Brooklyn por calles vacías a causa de la pandemiaMark LennihanAP

Los virus no nos hacen mejores, la enfermedad no perfecciona el mundo, la historia no sonreirá gracias al cataclismo, la vida no será sagrada o buena, el sistema no vestirá con un manto de flores y estrellas ni los pobres recibirán las bendiciones de un escuadrón de dorados unicornios.

El Covid-19 fumigará al que deba, al que pueda. Pasará a cuchillo con esa cosa ciega, rapaz, de las enfermedades. Que no son castigos divinos, ni maldiciones cósmicas, sino, apenas, catástrofes íntimas, orgánicas, domésticas, provocadas por una invasión de agentes infecciosos que necesitan vampirizar nuestras células para seguir matando y viviendo, viviendo y matando. La muerte, de hecho, es más un accidente, un imprevisto, y el virus, si pudiera elegir, aprovecharía los recursos de su anfitrión sin llegar fundirlo. Una letalidad demasiado alta conspira contra su propia supervivencia. Si escuchamos atentos, si leemos bien lo que que ha ocurrido, la escritura embalsamada del confinamiento, la balada seca y sola de los hospitales, la prosa cacofónica de los palmeros gubernamentales, desarrollaremos planes que permitan anticipar futuras pandemias. Seremos capaces, más o menos, de lidiar con las próximas olas del Covid-19. Que nos acompañará hasta que llegue, si es que llega, la vacuna deseada y deseante. Bastaría con que seamos capaces de imitar la gestión de países como Portugal, Alemania y Grecia, que salvaron el cuello gracias a que antepusieron la salud pública al fanatismo ideológico. Sobrará con que evitemos, como un mal querer o una imprecación de los dioses, la administración de un gobierno que primero dijo salid y multiplicad el virus, que os va la vida, y posteriormente, enfrentado a la ola, decretó el apagón.

En unas semanas sabremos si el 26 de abril, como leo por ahí a gente bastante lúcida, no será un 8-M bis. Como la enfermedad no es un juego de colegio ni una metáfora ni un salmo laico ni una ocasión para perfeccionar la naturaleza humana saldremos de ésta cautivos y desarmados como el vaho de los cristales en la canción de Sabina, madrugados por el pelotón del virus y, con suerte, quién sabe, ojalá, conscientes de todo lo que tenemos, que es mucho. Para empezar un país, unos países, con los recursos suficientes como para enmendar incluso la dirección más torpe y errática, con una red sanitaria, pienso en España, absolutamente excepcional.

Para relativizar no, porque esto no va de ponerse cínicos, pero para contextualizar desde luego ayuda bastante hablar con las compañeras de trabajo de Mónica. Especialmente con las que vienen de países como El Salvador y Honduras. Pienso en Gissela, que fue maestra de Max el año pasado. Su marido, taxista, ha perdido el trabajo. Viven del colegio, que paga lo que paga, lo que puede, y de un cheque del estado. Tienen tres hijos, uno de ellos encerrado en el campus de una Universidad, que no puede volver y a veces no tiene ni para comer.

La abuela de Gissela y el abuelo de su marido están solos en sus casas de Honduras; las personas que los cuidaban los abandonaron no bien llegó la pandemia, son incapaces de valerse por sí mismos y sólo de vez en cuando aparece algún vecino para ayudarles; por supuesto ni Gissela ni nadie de su familia puede coger un avión y aterrizar mañana en Tegucigalpa. Una ciudad, un país, donde miles de personas han perdido sus trabajos, increíblemente precarios, a causa del cierre, donde los vendedores ambulantes, las madres corajes devoradas por la miseria, los feriantes de mangos, telas y flores, incapaces de pagar el alquiler, duermen en las calles. Ya antes del vendaval el 40% de la población malvivía por debajo del umbral de la pobreza extrema, subsistiendo, o algo así, con menos de un dólar al día.

Miro hacia estos y otros países, sometidos desde hace años, décadas, siglos, a una suerte de coronavirus social y económico, de derrota en derrota, de decepción en decepción, agusanados por la violencia callejera, escucho a Gissela, a otros inmigrantes, y hablan de Nueva York con una gratitud y un reconocimiento absolutamente conmovedores. No todo depende, ni mucho menos. Pero la mueca amarga, el ritus fatalista, el entrecejo acibarado del ciudadano de los países ricos, nuestro insoportable egocentrismo, principia a calmarse si uno deja de mirarse la punta de las botas, si cede un poco en la obsesión por ejercer de drama queen y asoma la chola un poquito más allá de unas comodidades, salvaguardas, privilegios, fortificaciones y avances y que creemos merecer por nuestra cara bonita, y no.