EE UU

Trump consolida su legado con los pactos con las monarquías árabes

Respecto a la política interior y su legado no hay duda que el gran logro de este Gobierno, la espléndida marcha económica de los tres primeros años, quedó herida con la brutal irrupción del coronavirus

El presidente saliente, Donald Trump
El presidente saliente, Donald TrumpAlex BrandonAgencia AP

La carrera para consolidar su legado más allá de la salida de la Casa Blanca es una de las legítimas obsesiones de cualquier presidente. En el caso de Donald Trump, y atendiendo al lado más positivo, nada sobresale mejor que sus últimos e inopinados éxitos en política internacional referidos a Oriente Medio. Donde en el transcurso de los últimos meses la Casa Blanca ha logrado que cuatro naciones árabes, Bahrein, Emiratos Árabes Unidos, Sudán y Marruecos, establezcan relaciones diplomáticas plenas con Israel. Un cambio geoestratégico que puede trastocar el equilibrio en la región y augura un cambio sistémico respecto a las relaciones y fortalezas de Israel en la zona. Pero estos éxitos no se trasladan en cambio a China, con la que EE UU mantiene el marasmo de una relación de mutua dependencia. Pero Trump puede presumir de haber cambiado décadas de esfuerzos para convencer a China de que acepte los cortafuegos democráticos de la comunidad internacional. Bajo su égida EE UU apostó por una actitud mucho más beligerante y, hasta cierto punto, descreída. Será complicado que el gobierno de Joe Biden regrese a los usos, contemplativos y en parte poco eficaces, de los predecesores de Trump. Peores son las perspectivas respecto a Irán, que volvió a las andadas nucleares tras la voladura del acuerdo internacional, mientras que Corea del Norte sigue siendo el estado gamberro y belicoso que siempre fue.

Respecto a la política interior y su legado no hay duda que el gran logro de este Gobierno, la espléndida marcha económica de los tres primeros años, quedó herida con la brutal irrupción del coronavirus. Y está por ver si en sus últimas semanas Trump logrará mediar para que el legislativo saque adelante un nuevo plan de estímulos y ayudas económicas, crucial para millones de trabajadores y cientos de miles de negocios, amenazados por el paro y la quiebra provocados por los confinamientos y la estrangulamiento de sus actividades.

En el plano institucional juega en su contra la misma actitud de electrón libre que tanto le habría ayudado en otros negociados. O más precisamente, en contra de los mejores intereses del sistema e, incluso, a su propio partido. «¿Quién es peor gobernador?», se ha preguntado en un tuit incendiario de este fin de semana, «Brian Kemp, de Georgia, o Doug Ducey, de Arizona». Ambos gobernadores dieron luz verde a la certificación de los resultados electorales en sus respectivos estados. A los dos Trump los tacha de RINOs, iniciales de Republicans in Name Only, y de luchar contra él y contra el propio partido Republicano. «Permitieron que me robaran dos estados en los que gané fácilmente. ¡Nunca lo olviden, voten para echarlos del cargo!». En otro tuit igual de sulfúrico este sábado escribió que ganó las elecciones por un margen inmenso. Pero claro, él piensa «sólo en términos de votos legales, ¡no en todos los votantes falsos y en el fraude que milagrosamente surgió de todas partes! ¡Qué desgracia!». De alguna forma, entonces, su legado político, entre la polarización radical y los mensajes antisistema, es también una vuelta a sus orígenes como figura pública y orador mercurial… si es que alguna vez abandonó ese papel.

Trump llegó al Despacho Oval aupado por el entusiasmo de su Make America Great Again desató entre millones de compatriotas, pero también gracias a sus continuas acusaciones genéricas contra lo que él denominó el «sistema» y otros populistas, en otras latitudes, bautizaron como la «casta». Sus nunca sustanciadas declaraciones sobre el «pantano de Washington», que prometió «drenar», incluyeron acusaciones de fraude electoral en las elecciones de 2016, nunca demostradas, así como una campaña difamatoria, de tintes claramente racistas, para poner en duda el lugar donde había nacido su antecesor, Barack Obama. Hace cuatro años Trump perdió el voto popular por tres millones de votos frente a Hillary Clinton. Sólo en cuatro ocasiones de la historia, 1876, 1888, 2000 y 2016 el perdedor del voto electoral logró en cambio la victoria en el colegio electoral y, por ende, la presidencia. Aunque Trump cosechó un número apabullante de votos, nada menos que 74.223.755, sus cifras palidecen ante las de su rival, Joe Biden, que logró nada menos que 81.283.495. Una diferencia de más de 6 millones de votos. Que se tradujo en 306 votos electorales para el demócrata por 232 para el republicano.

Y que hoy lunes, si no lo remedia alguna actuación judicial absolutamente imprevista, será ya inevitable. Pero ni siquiera la negativa del Tribunal Supremo a admitir el inaudito recurso de la fiscalía de Texas contra Pensilvania, Wisconsin, Michigan y Georgia, diseñada para anular los resultados electorales en esos cuatro estados, ha logrado que Trump afloje en sus acusaciones. Ha dedicado el fin de semana a escribir contra los jueces de la Corte Suprema Los acusa de tener «CERO interés en lo que define como el «mayor fraude electoral jamás perpetrado en los Estados Unidos de América». Básicamente insinúa que han prevaricado. No les perdona que hayan rechazado estudiar el contenido de su demanda, al considerar los magistrados que «Texas no ha demostrado un interés judicialmente reconocible en la forma en que otro estado realiza sus elecciones». Pero en el medio centenar de derrotas que los abogados de la campaña electoral de Trump ya acumulan en los tribunales de rango inferior abundan las resoluciones donde los jueces sí escriben y analizan y opinan sobre el contenido de las demandas, tumbadas una y otra vez por falta de pruebas. Empeñado en propagar toda clase de teorías conspirativas y en la sistemática deslegitimación de la democracia estadounidense, sus controles de calidad y su robusto engranaje de balances, el legado de Trump, sobre todo considerado a la luz de sus últimos movimientos, parece algo más que inquietante.