Masacre de Utoya
22 julio de 2011, el día que el horror se desató en una isla de Noruega
El doble atentado perpetrado hace diez años en Oslo y en isla de Utoya adoptó dimensiones de tragedia nacional con 76 personas asesinadas a manos de Anders Behring Breivik, un extremista de derecha
Hace diez años, Noruega se hundía en el horror por este doble atentado. Una enorme bomba artesanal estallaría en pleno corazón de Oslo, después de los primeros disparos de una interminable cacería humana de 72 minutos que tendría lugar en la isla de Utoya.
Ese lluvioso viernes por la tarde del 22 de julio de 2011, el país nórdico disfrutaba de un verano tranquilo cuando la tragedia se presentó con el rostro de Anders Behring Breivik, un extremista de derecha disfrazado de policía.
A las 15.25 horas, una camioneta alquilada cargada con 950 kilos de explosivos fabricados a base de fertilizantes explotó al pie de la sede del primer ministro, el laborista Jens Stoltenberg, actualmente secretario general de la OTAN. El atentado dejó ocho muertos y decenas de heridos. Por suerte, su autor Breivik, de 32 años, se retrasó por un atasco y muchos empleados ya se habían ido de sus oficinas.
Stoltenberg, por su parte, se encontraba en su residencia oficial, a unos dos kilómetros de su oficina. Sentado en el vehículo que estacionó lejos para huir, Breivik escucha en la radio que, al contrario de lo que esperaba, la torre gubernamental de 17 pisos no se derrumbó. Es por ello que decide entonces activar la segunda fase de su plan.
La matanza en Utoya
A las 17.17 horas, vestido con su falso uniforme, desembarca en la isla de Utoya, a unos 40 kilómetros al noroeste de Oslo, donde anualmente cientos de jóvenes laboristas se reúnen para su clásico campamento de verano. Nada más bajarse del ferry “MS Thorbjørn” que sirve de transporte en el lago, Breivik mató a la “matriarca” del campamento, Monica Bosei, y a un policía fuera de servicio encargado de la seguridad del encuentro.
Armado con un fusil Ruger y un revólver Glock semiautomáticos, recorre la isla y persigue a los jóvenes desamparados, de los que intenta ganarse la confianza presentándose como un policía que viene a protegerlos. En la cafetería, ubicada en lo más alto de una pendiente, 13 personas caen bajo sus balas. Otros diez mueren sujetándose las manos en el “sendero del amor” que bordea la orilla, y 14 más cerca de la bomba de agua.
72 largos minutos
Atrapados en una isla de 0,12 km2, muchos jóvenes deciden lanzarse a las frías aguas del lago para salvar sus vidas. Alertados por los disparos, los ocupantes de un camping vecino se apuran con sus barcos para socorrerlos y sufren también los disparos.
“Van a morir, marxistas”, grita el asesino, que había consumido una mezcla energética de efedrina, cafeína y aspirina. En dos ocasiones llama a la policía para ofrecer rendirse. “He terminado mi operación y quiero rendirme”, dice.
Pero, tras cada comunicación, la masacre continúa. Dispara contra todos los que cruza y remata a los heridos: 56 de sus 69 víctimas son halladas con una bala en la cabeza. Finalmente, un equipo de intervención especial de la policía logra desembarcar en la isla gracias a la ayuda de navegantes aficionados y, a las 18.34 horas Breivik es detenido sin oponer resistencia.
189 balas y 69 muertos
De los 564 participantes del campamento de verano, 67 murieron por disparos y dos por una caída o ahogados. Además, 33 resultaron heridos de bala. La mayoría de las víctimas tenían menos de 20 años, la más joven cumplió catorce apenas cinco días antes.
Una muestra del estallido de violencia de Breivik pudo verse en el cuerpo de un adolescente de 18 años, con ocho impactos de bala. Y es que el objetivo confeso de Breivik era provocar una ataque lo más espectacular posible, “unos fuegos artificiales” según sus propias palabras, para llamar la atención sobre su “manifiesto”, un documento de 1.500 páginas en el que detalla su ideología anti musulmana.
Más tarde, Stoltenberg pronunciaría unas palabras que quedarán marcadas en la historia, prometiendo “más democracia, más humanismo, pero nunca ingenuidad”. El día del juicio, Breivik reconoció los hechos pero se declaró inocente. En 2012, fue condenado a 21 años de prisión, una pena que puede ser prolongada de manera indefinida mientras sea considerado una amenaza para la sociedad.
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