Golpe

La intrahistoria de un suicidio político en Perú: “Renuncien en el acto”

La intentona golpista de Pedro Castillo estuvo alentada por Aníbal Torres y Betssy Chávez que convocaron a los ministros en el Congreso para pedirles por WhatsApp “cohesión absoluta” en un “día histórico”

Manifestantes marchan contra el presidente depuesto, Pedro Castillo, y miembros de su Gabinete entre los que se encuentra la actual presidenta Dina Boluarte
Manifestantes marchan contra el presidente depuesto, Pedro Castillo, y miembros de su Gabinete entre los que se encuentra la actual presidenta Dina BoluarteMartin MejiaAgencia AP

Pedro Castillo amaneció el miércoles como presidente de Perú. Cuando se fue a dormir era un presidiario sin poder. Los eventos de ese día se sucedieron rápidamente, y se resolvieron en apenas tres horas. 180 minutos de tensión política que vieron a un mandatario querer disolver el Congreso, no contar con apoyo alguno para hacerlo, perder a su gabinete ministerial en sucesivas renuncias y finalmente ser destituido del cargo por el propio Parlamento.

Esa mañana todo el poder ejecutivo peruano estaba en alerta. Frente a sí, la posibilidad de un abrupto final apenas año y medio después de haber comenzado el periodo presidencial de seis años que debería haber gobernado el maestro de escuela rural, Pedro Castillo. El legislativo discutiría durante la jornada una tercera moción de censura, esta vez por “incapacidad moral”. La oposición confiaba en tener, ahora sí, los votos suficientes para sacar al mandatario de la Casa de Pizarro, el palacio de gobierno, aunque los números no daban para lograr las dos terceras partes.

Los ministros fueron llamados a concentrarse en ese lugar, con la “premier” Betssy Chávez exigiendo cohesión absoluta frente a “un día histórico”, como les comunicó mediante el chat de WhatsApp que usaban para comunicarse entre ellos. Eran pasadas las 10:40 de la mañana.

Los titulares de Trabajo, Producción, Turismo y de la Mujer fueron los primeros en llegar y reunirse en uno de los salones. Y allí se quedaron sin ver nunca al presidente, excepto en la pantalla de un televisor una hora más tarde cuando leyó el decreto con el que pretendió disolver el Congreso y dar inicio a un gobierno de excepción.

Distinta historia fue la del ministro de la Defensa, Gustavo Bobbio, quien entró al despacho presidencial apenas llegar, donde estaba también Betssy Chávez y el asesor de Castillo, Aníbal Torres. Para los demás, la puerta se mantuvo cerrada.

Bobbio apenas había asumido el cargo un día antes (Daniel Barragán había dimitido por “razones personales” tras dos meses en el cargo), convocado por Torres y el propio Castillo. El martes, el comandante del Ejército, Walter Córdova, le comunicó que renunciaría al cargo por razones personales.

El miércoles, Bobbio le pidió al general Walter Córdova que lo acompañara al despacho de Pedro Castillo para anunciar su renuncia. Un comandante general del Ejército debía decirle adiós a su presidente y no al ministro. Bobbio asegura que el mandatario le aceptó la dimisión. Córdova ha revelado que decidió irse cuando le pidieron apoyo militar para el autogolpe. Bobbio lo niega. Córdova se mantiene. Una contradicción aún no resuelta.

El ministro nombró al segundo al mando del Ejército como comandante, el general David Ojeda, y afirma que no pidió apoyos de los cuarteles para el autogolpe que horas más tarde se produciría. De hecho, Bobbio ha declarado que ninguno de los altos mandos estaba siquiera enterado de lo que el presidente anunciaría públicamente cerca del mediodía.

Su testimonio es de quien vio en persona el mensaje que Castillo dio por televisión. Bobbio cargaba consigo el nombramiento de Ojeda, que el mandatario firmó justo antes de sentarse frente a la cámara de TV Perú que había ingresado Betssy Chávez al despacho, para leer de los papeles que tenía en las manos. No usó teleprompter, pues no hubo tiempo de cargar el escrito al sistema. Todo fue muy improvisado, y la lectura temblorosa.

Al terminar hubo desconcierto. Los ministros reunidos en una sala adyacente quedaron atónitos. “Renuncien en el acto”, recomendó uno, según relato del diario “La República”. A los minutos siguientes comenzaron las dimisiones.

Betssy Chávez pidió calma. En el chat de WhatsApp, que reveló el mismo periódico, pidió serenidad a sus colegas “porque se actuó dentro de los marcos de la norma”. El ministro de Ambiente, Wilbert Rozas, pidió explicaciones, el de Trabajo Alejandro Salas también. Ninguno obtuvo respuesta alguna. Chávez fue la última en renunciar.

Pedro Castillo optó por patear la mesa. Aunque no hubieran podido sacarlo del cargo, el Congreso se había convertido en un enemigo incansable en una guerra institucional que enfrentaba a un presidente que repuntaba en popularidad después de llegar a mínimos, principalmente por reconectar con las zonas rurales del país, con un parlamento rechazado en la última media década por un consistente 80% de peruanos.

El Parlamento era un obstáculo, tanto que hasta impedía al mandatario viajar fuera del país argumentando que pudiera huir de las investigaciones por corrupción que le señalaban. Castillo no dudaba en acusarlo de ser venenoso, de impedirle lograr la estabilidad, de promover la incesante rotación de los cinco gabinetes que nombró. Y no era el único frente abierto. La Fiscalía lo acechaba por casos de corrupción, de su entorno y de él mismo. En sus últimos días era un presidente más solo que nunca, peleado hasta con el partido, Perú Libre, que lo llevó a la silla que dirige los destinos de 33 millones de peruanos.

Castillo, derrotado

Pero su respuesta, que ahora su defensa asegura se produjo bajo efectos de una sustancia que lo dejó “atontado”, no encontró eco. Los militares rápidamente publicaron un escueto comunicado en el que rechazaban el decreto presidencial, y con ese documento el destino de Castillo parecía estar decidido.

Más tarde, los diputados volvieron a sus asientos y decidieron por mayoría sacar del poder a Castillo, ahora sí con la fuerza de quienes responden a un autogolpe y se sienten apoyados por un estamento militar que nunca quiso hacerle caso al mandatario de considerar al Congreso como disuelto. Entretanto, los embajadores renunciaban, los ministros saltaban del barco, las embajadas extranjeras exigían revertir el decreto, y la población se resguardaba en previsión de un levantamiento armado, que nunca llegó.

Derrotado, Pedro Castillo salió del palacio presidencial por la puerta de atrás y con escolta, dicen que buscando la Embajada de México para pedir asilo y preocupado por su familia, a la que buscaba resguardar. Pero quienes conducían el vehículo lo llevaron a otro destino: una comisaría donde fue arrestado.

Desde 1990 todos los presidentes peruanos han sido investigados por corrupción. Pedro Castillo tiene seis causas abiertas. Y el destino de la mayoría de quienes han tomado las riendas del país ha terminado siendo de escándalos: Alberto Fujimori cumple condena, Alejandro Toledo está en libertad bajo fianza en Estados Unidos, Alan García se suicidó antes de que le dictaran prisión preventiva, Ollanta Humala fue excarcelado luego de pasar por una celda, Pedro Pablo Kuczynski está bajo arresto domiciliario, Martín Vizcarra está libre, pero bajo investigación.

Lo que le depara a Castillo es un juicio que podría conducirle a 20 años de prisión, mientras su país exige elecciones generales a una presidenta, Dina Boluarte, que aspira enderezar al país completando el periodo hasta 2026, aunque tiene todas las de perder también.