
Análisis
Europa se mira al espejo de la parálisis e implosión política de Francia
Lo que comenzó como un fenómeno particular se ha convertido en un reflejo fiel de la degradación de las democracias occidentales

Francia, que ha sido laboratorio histórico de la política europea, lugar de nacimiento de «libertad, igualdad, fraternidad» y cuna de la racionalidad política europea, atraviesa una crisis de fondo que ya no es coyuntural ni táctica, sino estructural y moral. El país parece paralizado por una crisis política que refleja el agotamiento de su sistema de representación, el descrédito de sus élites (por culpa de las clases políticas que las han reemplazado) y la creciente fractura entre la clase dirigente y la sociedad real. Lo que comenzó como un fenómeno francés se ha convertido en un reflejo fiel de la degradación general de las democracias occidentales, donde la falta de visión o grandeza de miras, la incompetencia y la mediocridad erosionan las instituciones.
Parálisis y crisis de liderazgo
El paisaje político galo es hoy un tablero descompuesto. La fragmentación de la Asamblea Nacional ha llevado a una inestabilidad crónica que, si bien puede interpretarse como un signo de higiene democrática donde los intereses divergentes finalmente se expresan, también revela los límites de la V República. Su arquitectura institucional, diseñada para un ejecutivo fuerte, nunca anticipó un bloqueo de tal magnitud. El resultado es la imagen de una especie de monarquía presidencial electiva y constitucional que reina, pero no gobierna.
En el epicentro de esta maraña se encuentra el presidente de la República francesa atrapado en un laberinto institucional, originalmente diseñado para protegerlo y garantizar su supremacía política e institucional. La maquinaria de la V República, hija putativa del presidente, está devorando a su «Júpiter». El presidente Macron, que prometía refundar la República, se ha transformado en un líder acorralado, acusado de un autoritarismo y desconexión con la realidad que ha exacerbado las divisiones internas en su mayoría presidencial e intensificado la polarización social y política en Francia.
En este contexto, resulta especialmente significativo que una figura moderada como el ex primer ministro Édouard Philippe haya pedido elecciones presidenciales anticipadas. Su demanda revela fisuras profundas en el bloque central y es la confirmación de que la V República vive su hora más incierta. Cuando los leales piden adelantar las elecciones, el edificio del poder se resquebraja. La crisis se agrava con el anuncio de Bruno Retailleau, líder de Los Republicanos (los sucesores de lo poco que queda del gaullismo) que no van a entrar en el gobierno (segundo intento) de Sébastien Lecornu. A un año y medio de las presidenciales es «sálvese quien pueda…».
La deriva francesa es, en esencia, una crisis de liderazgo, y la figura del presidente es su núcleo central. La situación actual demuestra que tener en la cima del Estado a un hombre de indudable inteligencia no es garantía de éxito. Emmanuel Macron es, sin duda, brillante; domina los asuntos económicos y posee una vasta cultura literaria y filosófica.
Sin embargo, carece de la más mínima inteligencia emocional política y eso es letal para un líder. Carece de cultura de partido y de la inteligencia necesaria para gestionar las relaciones con las demás fuerzas políticas, convirtiendo su gestión en un desastre. El ex primer ministro y gran protegido de Macron, Gabriel Attal, lo acusó de «no saber compartir el poder», un comentario que, más allá de la deslealtad, demuestra que hasta los que más le deben están abandonando el barco. La efebocracia y el favoritismo personal que llevaron a un personaje tan gris, sin talla de estadista y ninguna experiencia como Attal y otros como él, es una alarmante muestra de la incompetencia de esta nueva generación de líderes políticos franceses.
El grave deterioro de la clase política francesa no es un fenómeno aislado. Forma parte de un proceso más amplio: la implosión de la calidad de las élites en las democracias occidentales. Una de sus características más preocupantes es la aparición de «partidos de aluvión»: formaciones sin ideología precisa ni consistencia doctrinal, improvisadas sobre la base del oportunismo electoral. Estructuras como Renaissance de Macron o el Nuevo Frente Popular emergen de coaliciones tácticas, careciendo de raíces ideológicas sólidas o el compendio de las más radicales en el caso del segundo.
Esta dinámica ha llenado el parlamento de cuadros sin la preparación o experiencia necesarias. Se da el caso de diputados que pasaron directamente de las listas del paro a las listas electorales. Como ha señalado el politólogo Pierre Rosanvallon, la crisis de la representación democrática se debe, en gran parte, a «la erosión de las élites, reemplazadas por oportunistas sin profundidad ideológica». Esta mezcla de tecnocracia, de profunda impericia política y de gestión desconectadas de la realidad y el populismo radical e irresponsable degradan la acción pública y alimentan la polarización y el enfrentamiento.
Quizá la dimensión más profunda de esta crisis sea la desaparición de las élites intelectuales que durante décadas guiaron el debate nacional y gobernaron Francia, eso sí, con éxito desigual. Francia ha sido realmente gobernada durante décadas por los cuadros surgidos de las «grandes écoles» y funcionarios de élite competentes y bien preparados, forjados en la ENA (École Nationale d’Administration) más conocidos como «enarcas».
Podríamos decir que era una «tecno-democracia» (la fusión entre tecnocracia y democracia) en la que los políticos confiaban la administración y la gestión a los enarcas y otros funcionarios competentes, que a su vez alimentaban a la clase política donde muchos de ellos acababan convirtiéndose en secretarios de Estado, ministros o jefes de gobierno. La desconexión entre el poder político y la sociedad se gesta en esa endogamia perversa que aguantó mientras el país iba bien.
Los altos cargos acaban colocándose en el sector privado muchas veces teledirigiendo a sus colegas más jóvenes que aspiran ser invitados al festín cuando llegue su hora. El vacío que los políticos competentes han dejado ha sido llenado por la mediocridad incompetente que conocemos.
El auge inexorable de los extremos
En el vacío dejado por el centro, los extremos crecen de forma paulatina pero inexorable, alimentados por el descontento y la polarización. A la derecha, se ha producido una notable migración del voto obrero, tradicionalmente de izquierdas, hacia las filas de la derecha radical. El Reagrupamiento Nacional (RN) de Marine Le Pen ha sabido capitalizar la frustración de las clases trabajadoras con un discurso centrado en la soberanía, el proteccionismo y la crítica a la inmigración.
Se trata, además, de una extrema derecha sui generis, que ha mutado para despojarse de los estigmas del pasado. No es programáticamente homófoba ni explícitamente racista, y no son pocos sus cuadros abiertamente gais o de origen magrebí, africano o árabe. Su discurso no es tanto de un supremacismo racista como exacerbación identitaria, lo que le ha permitido ampliar su base electoral y proyectar una imagen de «elegibilidad» que amenaza el tradicional dominio del establishment agotado de ideas y vaciado de talento.
Por la izquierda, el hundimiento del histórico Partido Socialista dejó el campo expedito a los radicales. La Francia Insumisa de Jean-Luc Mélenchon ha logrado dominar la coalición de izquierdas, situándose en las posiciones más duras de las izquierdas radicales europeas. Con una retórica incendiaria, posturas anti-OTAN y un antiamericanismo militante, Mélenchon ha polarizado el debate, alienando a los moderados y convirtiendo la Asamblea Nacional en un escenario de confrontación constante, donde el grito y el insulto sustituyen al argumento.
La política como espectáculo
Finalmente, no se puede omitir en el análisis una tendencia casi clásica de la política francesa: el histrionismo y la teatralidad. Hoy el espectáculo ha sustituido a la oratoria con figuras como Éric Zemmour, el brillante y muy polémico periodista metido a político convertido en el adalid de las derechas populistas más provocadoras, convirtiendo el debate público en un duelo permanente. Otros personajes bordean la caricatura y el ridículo como el líder agrícola José Bové, que mezcla populismo rural con un egocentrismo grotesco.
Estos políticos de estilo bufonesco no son nuevos. Resuena aún el eco de Michel Gérard Joseph Colucci, más conocido por su nombre artístico Coluche, el cómico-payaso que se presentó como candidato presidencial en 1981 como epítome de la crítica al sistema por medio de la sátira. Si viviese aún quién sabe si no ganaría las elecciones. No sería peor que lo que hay.
Pero lo que entonces era una parodia, hoy es la norma. La política-espectáculo trivializa los problemas y degrada la función pública. Como advirtió Hannah Arendt, «cuando la política se convierte en un espectáculo, el ciudadano deja de ser actor y pasa a ser espectador». Francia parece vivir esa mutación: el espacio público es un plató donde el gesto, el exabrupto o el esperpento valen mucho más que la idea.
Conclusión: espejo de la mediocridad
La crisis francesa es un reflejo, aumentado por la importancia del país, de los desafíos que acechan a todas las democracias liberales. De Washington a Berlín, de Roma a Madrid, asistimos al mismo patrón: políticos cada vez menos preparados, más dependientes de la inmediatez de las redes sociales e incapaces de pensar estratégicamente. José Ortega y Gasset ya anticipó en «La rebelión de las masas» esta patología: la invasión del espacio público por los mediocres satisfechos, convencidos de su competencia solo por haber llegado al poder.
En la era de la «política líquida» brillante e inquietantemente descrita por Zygmunt Bauman (el brillante intelectual polaco, quizás uno de los más lúcidos e influyentes de los siglos XX y XXI hasta su muerte), «los dirigentes son efímeros, los partidos gaseosos y las ideas, simples etiquetas de consumo». Mientras Francia busca un rumbo entre la frustración y la resignación, su política se ha convertido en un espejo roto donde cada fragmento refleja un desmedido ego distinto.
La parálisis institucional, la pérdida de confianza y la radicalización son síntomas de un mal más profundo: la pérdida del sentido del servicio y el deber público. El país que un día iluminó a Europa se encuentra atrapado en un bucle de ruido e inacción. De Gaulle advertía que «un país no puede ser grande si no tiene fe en su destino». La Francia de hoy parece haberlo olvidado. Y con ella, Europa entera contempla su propio reflejo: el ocaso del talento, la implosión del liderazgo y la peligrosa seducción de los extremos.
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