
Tribuna
Europa ante la nueva guerra fría tecnológica: del liderazgo industrial al vasallaje digital
En el nuevo tablero, el Viejo Continente corre el riesgo de asumir el papel que nadie quiere: el de potencia decorativa que regula, sermonea y redacta estrategias pero que no fabrica los chips que necesita ni controla sus datos

El mundo vive una nueva Guerra Fría que no se libra en Berlín ni en Kabul, sino en laboratorios de inteligencia artificial, fábricas de chips en Taiwán y Corea, minas de tierras raras controladas por China y centros de datos gestionados desde Silicon Valley. Es una guerra fría sin misiles, pero con algoritmos, semiconductores y materias primas de valor estratégico.
En este tablero, Europa corre el riesgo de asumir el papel que nadie quiere: el de potencia decorativa. Potencia que regula, sermonea y redacta estrategias… pero que no fabrica los chips que necesita, no controla sus datos, ni las materias primas estratégicas ni domina las tecnologías que decidirán quienes son las fuerzas dominantes del siglo XXI.
El ángulo tecnológico ya no es un matiz de la geopolítica: es el eje central. El que domine la inteligencia artificial, los microchips más punteros, la computación cuántica, los drones autónomos y el control de materiales estratégicos, no solo liderará la economía global, sino que fijará estándares, impondrá dependencias y podrá neutralizar a sus adversarios sin disparar un solo tiro. Quien pierda esa carrera, por el contrario, pasará a la tercera división geopolítica: rico quizá, pero irrelevante. Y hoy, ese candidato incómodo se llama Europa.
Una Guerra Fría sin misiles… pero con chips
La rivalidad entre Estados Unidos y China ha convertido la tecnología en arma geopolítica de primer orden. No hablamos ya de cohetes balísticos, sino de modelos de inteligencia artificial entrenados con cantidades astronómicas de datos; de semiconductores de unos pocos nanómetros que caben en una uña y mueven economías enteras; de computadoras cuánticas que, cuando maduren, podrán romper la criptografía que hoy protege nuestras comunicaciones; y de enjambres de drones baratos que están cambiando la forma de hacer la guerra en Ucrania, Oriente Medio o el Indo-Pacífico.
Estados Unidos conserva el liderazgo en innovación, talento de élite y capital riesgo. Silicon Valley sigue produciendo los modelos de IA “frontera” que marcan el paso y acaparan buena parte de la inversión privada mundial. China, por su parte, domina la escala industrial, la manufactura de componentes críticos y el procesamiento de materiales estratégicos. Ha levantado su propia Ruta de la Seda Digital y controla alrededor del 70% del suministro mundial de tierras raras y casi el 90% de la capacidad de refinado. ¿Y Europa? Excelentes reguladores, buenos científicos… y una lista creciente de dependencias.
En inteligencia artificial, el dato es demoledor: de las 50 grandes tecnológicas mundiales, solo un puñado son europeas. En 2024, las instituciones estadounidenses produjeron en torno a 40 grandes modelos de IA; China, una quincena; Europa, apenas tres. Somos consumidores de plataformas ajenas, no arquitectos de la infraestructura digital sobre la que funciona nuestra economía.
De potencia industrial a vasallo digital
La imagen que se repite es desoladora, pero real:
– En la nube, dependemos casi totalmente de tres gigantes estadounidenses, Amazon, Google y Microsoft Azure
– En 5G, la pugna global se libra entre proveedores chinos y dos actores europeos que luchan por sobrevivir.
– En semiconductores, nuestra industria y nuestros ejércitos dependen de chips fabricados en Asia.
– En datos, la Ley CLOUD estadounidense y la potencia de sus plataformas les otorgan una capacidad de acceso y control que Europa no tiene.
Emmanuel Macron lo ha dicho sin rodeos: si dejamos que estadounidenses y chinos tengan todos los campeones tecnológicos, Europa será un simple “cliente”. Un cliente que paga, protesta… pero no decide. Un vasallo digital.
Porque la soberanía en el siglo XXI ya no se mide solo en tanques, gasoductos o PIB. Se mide con preguntas mucho más prosaicas: ¿quién fabrica tus chips? ¿Quién controla tu nube? ¿De quién dependen tus satélites, tus sistemas de pago, tus algoritmos? Hoy, la respuesta europea, en demasiados casos, es inquietante: dependemos de otros.
Los puntos de estrangulamiento: de Taiwán a las tierras raras
Hay cinco frentes en los que se decide el reparto de poder del siglo XXI, y en todos ellos Europa aparece descolocada.
Primero, la inteligencia artificial. La IA no es una app más; es la infraestructura invisible que reorganiza la economía, el trabajo, la defensa y hasta la propaganda. Quien controle los modelos y los datos fijará estándares y capturará el valor añadido. En este terreno, la batalla real es Estados Unidos–China. Europa llega tarde y mal, atrapada entre una sobrerregulación bienintencionada que ahoga a sus start-ups y una crónica falta de inversión: menos del 5% de la inversión privada global en IA.
Segundo, los semiconductores. El corazón de cualquier sistema moderno —desde un F-35 a un coche eléctrico o un móvil— es el chip. La producción de los más avanzados está hiperconcentrada en Taiwán, en lo que se ha dado en llamar “El Escudo de Silicio”. Esa concentración disuade, por ahora, una invasión abierta de la isla, pero crea una vulnerabilidad gigantesca para Occidente. Estados Unidos lo ha entendido y ha lanzado su Ley CHIPS, con decenas de miles de millones de dólares para relocalizar fábricas en los EE. UU. Europa, en cambio, lleva décadas externalizando producción. Para tratar de paliarlo se está redactando un reglamento conocido como “Ley Europea de Chips” que llega tarde y sin músculo.
Tercero, la computación cuántica. La revolución cuántica aún no ha estallado completamente… Cuando lo haga se reescribirán las reglas del espionaje y de la defensa: para empezar con ruptura de la criptografía actual, sensores capaces de localizar submarinos o infraestructuras ocultas o la navegación sin GPS, por mencionar solo algunos de los avances que va propiciar. Estados Unidos y China invierten a escala estratégica y preparan aplicaciones militares concretas de la computación cuántica. Europa tiene laboratorios con científicos brillantes, pero sin coordinación ni financiación suficiente.
Cuarto, los drones y la guerra autónoma. Ucrania ha demostrado que la guerra de drones no es una anécdota tecnológica, sino un cambio de paradigma. Drones kamikaze, baratos y desechables, que saturan defensas; sistemas de reconocimiento permanente que convierten el frente en un espacio casi transparente. Quien domine sensores, software y producción masiva de sistemas autónomos tendrá una ventaja militar estructural. Europa lo sabe… pero sus programas se demoran y sus industrias compiten entre sí en lugar de integrarse o por lo menos coordinarse.
Quinto, los materiales críticos y las tierras raras. Sin estos materiales no hay turbinas eólicas, ni vehículos eléctricos, ni misiles guiados, ni satélites. Un caza de quinta generación puede incorporar cientos de kilos de tierras raras. Y hoy, la llave de ese grifo la tiene China, que no solo controla las minas, sino sobre todo el refinado, caro y contaminante, que durante años hemos preferido externalizar.
Europa en tercera división geopolítica
¿Qué implica, en la práctica, esta suma de retrasos y dependencias?
En primer lugar, subordinación económica. Si no lideras las tecnologías punta, no capturas el valor añadido. Tus empresas compiten en costes, no en innovación. Tus mejores start-ups acaban absorbidas por gigantes de otras latitudes. Tus normas se aplican sobre plataformas que no controlas. Resultado: un continente todavía rico, pero cada vez más envejecido, menos dinámico y condenado a crecer por debajo de quienes sí apuestan por la nueva frontera tecnológica.
En segundo lugar, vulnerabilidad en seguridad nacional. Una Europa que depende de chips asiáticos, de tierras raras procesadas en China y de software y servicios en la nube estadounidenses es una Europa vulnerable a crisis en el Indo-Pacífico, a decisiones regulatorias ajenas y a presiones políticas. Hablar de “autonomía estratégica” mientras necesitas el beneplácito de terceros para mantener tus sistemas de defensa o tu economía digital es, como poco, ingenuo, más bien una imperdonable irresponsabilidad.
En tercer lugar, pérdida de influencia geopolítica. En el siglo XX, el poder lo daban los ejércitos, la industria y la demografía. En el XXI se suma un factor decisivo: el control de la infraestructura digital global. Quien define los estándares de IA, domina las plataformas de comercio y comunicación y controla los centros de datos que procesan la información del planeta, condiciona al resto. En ese tablero, Europa corre el riesgo de convertirse en lo que ya muchos la ven: un “poder regulatorio sin poder tecnológico”.
Tres futuros posibles para Europa
¿Estamos condenados a esta irrelevancia o aún hay margen de maniobra? Del cruce de datos y tendencias emergen tres escenarios.
El primero es el pesimista: Europa como museo tecnológico. Seguimos como hasta ahora: fragmentación regulatoria, nacionalismos industriales, poca inversión, fuga de talento a Estados Unidos y Asia. Las grandes tecnológicas siguen siendo americanas o chinas. Europa regula, impone multas, da lecciones éticas… pero no construye alternativas.
El segundo es el intermedio: socio junior de Estados Unidos. Europa acepta de facto su papel de hermano pequeño de Washington. Aporta mercado, algunas capacidades industriales potentes —ASML, Airbus, la industria química y automotriz— y legitimidad diplomática. A cambio, asume su dependencia en defensa, nube, IA y chips.
El tercero es el optimista: el despertar europeo. El más difícil, pero todavía posible. Requiere decisiones políticas valientes y, sobre todo, rápidas. Completar por fin un mercado digital único. Crear un verdadero fondo europeo de capital riesgo, de cientos de miles de millones, para escalar proyectos propios. Invertir coordinadamente en fábricas de chips, centros de IA y programas cuánticos. Consolidar la industria de defensa en unos pocos campeones paneuropeos y asegurar cadenas de suministro de materiales críticos mediante alianzas con democracias afines.
La década decisiva
La conclusión es incómoda, pero inevitable: o Europa reacciona ahora o acabará en la tercera división geopolítica del siglo XXI. No se trata solo de “competitividad” o “innovación”; se trata de si el Viejo Continente será sujeto o objeto de las decisiones que otros tomen sobre IA, guerra autónoma, estándares tecnológicos y cadenas de suministro.
Hay margen para reaccionar, pero cada año de inacción la factura sube y la brecha con Estados Unidos y China se agranda. Un continente que supo reconstruirse tras dos guerras mundiales, que diseñó una de las zonas más prósperas del planeta y que todavía concentra talento científico e industria puntera no debería resignarse a ser vasallo tecnológico de nadie.
Europa tiene mercado, tecnología y capacidad industrial. Lo que le falta es lo que siempre acaba siendo decisivo en la historia: voluntad política, visión de largo plazo y la capacidad de sacrificar intereses nacionales pequeños en favor de un proyecto común ambicioso. El reloj ha empezado a correr. Y en esta nueva guerra fría tecnológica, llegar tarde no es una anécdota: es aceptar, sin decirlo, que el futuro lo escriban otros.
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