Política

Estados Unidos

La batalla pendiente de Obama

La Razón
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La prolongada agonía –casi tres cuartos de hora– de un condenado a la pena capital en Oklahoma ha vuelto a abrir el debate sobre la pena de muerte en Estados Unidos. Debe decirse que se trata de una discusión más ubicada en el extranjero que en el seno de la Unión. Desde que en 1608, el capitán George Kendall fue fusilado por espiar para España, en estas tierras son pocos los que cuestionan la pertinencia de ese castigo. En la actualidad, Estados Unidos es una de las cuatro democracias industrializadas – las otras son Japón, Singapur y Corea del Sur– y la única occidental que mantiene la pena capital en su ordenamiento jurídico. Al ser competencia de los estados la ley penal, no se trata, desde luego, de una situación generalizada. Sin embargo, en la actualidad, treinta y dos estados la aplican, estando Texas a la cabeza en el número de ejecuciones y siendo Oklahoma el primero en la proporción respecto a la población estatal. Al otro lado, se encuentran Michigan –que la abolió nada más entrar en la Unión, igual que Alaska y Hawai antes de convertirse en estados–; Wisconsin, que sólo ejecutó una sentencia antes de abolirla; o Rhode Island, que no la utilizó y acabó por suprimirla. A la lista de abolicionistas se han ido sumando Maine, Dakota del Norte, Virginia occidental –un estado formado durante la guerra civil–, Iowa, Vermont, el distrito de Columbia y un Oregón que ha mantenido, históricamente, un significativo vaivén.

Aunque es cierto que en 2013, sólo se ejecutó un dos por ciento de las sentencias, no lo es menos que ningún candidato a la presidencia –y, rara vez, a juez, fiscal, gobernador, congresista o senador– va a asumir una postura abolicionista. El mismo Obama durante la campaña de 2012 declaró que esperaba que la pena capital se aplicara sólo para «heinous crimes» (crímenes horribles), algo que compartía Romney. La pregunta que se formulan generalmente los europeos ante semejante fenómeno social y jurídico es ¿cómo es posible que en Estados Unidos sobreviva un castigo que ha ido desapareciendo, especialmente desde finales del siglo XX, de la legislación de las naciones avanzadas? La razón fundamental es una firme creencia en la santidad de la vida que, a juicio de los americanos, los europeos han perdido. De acuerdo con ese punto de vista, si alguien, mentalmente responsable, ha privado de la suya, de manera especialmente horrible, a un semejante, se considera justo que también a él se le arranque del mundo de los vivos. Ese principio se sustenta en la Octava Enmienda de la Constitución y explica que la aplicación se ciña a casos especialmente agravados de asesinato, pero no de homicidio o asesinato sin agravantes. No es menos cierto que, históricamente, se han buscado siempre formas de ejecución que resulten más rápidas e indoloras. Así, del pelotón y la soga se pasó a la cámara de gas, la silla eléctrica y la inyección letal, métodos todos ellos que, sin embargo, nunca han constituido garantía absoluta de evitar episodios horripilantes como el vivido recientemente en Oklahoma.

Para millones de norteamericanos, la aplicación de la pena capital es muy laxa, lo que justifica indirectamente su mantenimiento. La proporción de ejecuciones es de una por más de 700 asesinatos cometidos o 325 resueltos. La misma Texas tiene una tasa del dos por ciento de condenas a muerte por asesinato. Aunque suene sobrecogedor, puestos a elegir entre una pena de cárcel o la ejecución de asesinos con agravantes, los norteamericanos se decantan por lo segundo mayoritariamente, siendo poco sensibles al argumento de que, ocasionalmente, las ejecuciones pueden resultar espantosas. Determinados crímenes, a su juicio, sólo merecen un castigo: la muerte.