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La historia final

En 1622, los Reyes con San Isidro y Madrid

La entrega de medallas de la Villa revive la memoria histórica de las celebraciones por su canonización, en el siglo XVII

Imagen de San Isidro Labrador en las puertas de la Colegiata de San Isidro. Jesús HellínEuropa Press

El día de San Isidro que fue el jueves 15 de mayo, tuvo lugar en el Patio de Cristales del Ayuntamiento de Madrid la solemne entrega de las medallas de la Villa, en sus dos modalidades, de Honor y ordinarias, de lo cual ya traté en sendos artículos las semanas pasadas.

El acto del jueves fue, efectivamente, tan solemne como Madrid y los homenajeados se merecían. Y ellos pusieron su nota emotiva porque un reconocimiento de este tipo conduce indefectiblemente a la alegría…, y a la melancolía. El discurso del Alcalde, estimulante de todo punto. En verdad que el Patio estaba abarrotado de público y lo más congratulante, lleno de representantes de todos los partidos políticos que tienen asiento en la Corporación. También de la sociedad civil. No pudo asistir a recoger su Medalla de Honor un futbolista, por problemas de agenda (?). Cuando iba a salir de casa, chispeaba. Es más o menos natural, porque estamos en mayo y, si mal no recuerdo, no hay feria de San Isidro en la que no llueva, ni celebración en la Pradera que no haya que hacerla mirando al cielo. De hecho, cuando Madrid se echó a la calle para festejar la canonización del santo en 1622 también llovió.

Efectivamente, la Villa de Madrid se echó a la calle el 19 de junio de 1622. Se había canonizado a cinco santos (San Ignacio de Loyola, san Francisco Javier, san Felipe Neri, Sana Teresa de Jesús y San Isidro) y la Compañía de Jesús hizo sus festejos, tan rutilantes como era costumbre en ellos. Los que se hicieron por San Isidro los organizó el Ayuntamiento. A fin de cuentas, Isidro era madrileño, labrador, hombre aún sin iconografía (en las primeras xilografías, es más bien tosco y simplón; luego, a mediados del siglo XVIII es un santo apoteósico), estaba casado, tenía hijos y rezaba mucho y trabajaba para los Vargas; era un símbolo popular. De Madrid.

La procesión de la Villa fue sonada. Tanto que el gran rey que fue Felipe IV y su esposa Isabel de Borbón, participaron en ella. De todos los pueblos de los alrededores acudieron honrados y humildes hortelanos a obsequiar el paso del santo con los frutos de la tierra.

Mas la procesión no fue tan lucida como se aventuraba. ¿Sabes por qué? Porque aquella tarde llovió mucho y se echó a perder un buen pico de las fiestas. «Anduvo corto de ventura el día de la Procesión por el agua del cielo que nuestro Señor quiso enviar; desdoróle algún tanto y marchitó el alegría del concurso de los pueblos circunvecinos…» O sea, que llovió y se acercaron menos espectadores de los esperados. A mediados de junio. Se marchitó el concurso de gentes. ¿En junio llueve? Creí que era cosa nueva de estos cambios en el clima.

Pero para celebrar la canonización el Ayuntamiento convocó un concurso de poesía. Iba bien dotado porque cuenta una crónica del momento (anónima y publicada en Sevilla, 1622) que «padeció su erario» y es que no hay ninguna otra ciudad de España «que la pueda competir». ¿Era y es Madrid imbatible? Así parece ser.

La fiesta empezó en la parroquia de San Andrés que era en donde estaba custodiado el sarcófago de plata con su cuerpo incorrupto, regalado por los plateros en 1619 (cuando se le beatificó). La iglesia, engalanada como nunca, o tal vez como nunca se había visto en Madrid, porque del altar mayor pendían mil reliquias engastadas en oro; había retratos de san Isidro, trozos de lignum crucis; ¡por primera vez, seguramente, tapices de seda de la China!, y tapices de seda ordinarios; el suelo cubierto y plagado de alfombras de «duquesas, condesas y grandes damas».

Fue el Presidente el Inquisidor General, Andrés Pacheco, el que celebró los oficios divinos, pero el predicador fue el padre Florencia, famoso por su oratoria de excelencia. Seguro que se buscó a este fraile, por sus dotes, no fuera a ser el sermón tan aburrido como el que pronunció el padre Franco en 1619, con ocasión de la beatificación. Pero lo más significativo de aquella solemnísima misa previa a la procesión, fue que acudieron los reyes. A los reyes les gustaba estar con su pueblo, celebrando las alegrías con él (como ahora) o sufriendo sus padecimientos también con él (léanse las cartas de Felipe IV y sor María de Ágreda). En días como aquel 19 de junio de 1622 se multiplicaban los lazos de afecto, dependencia y lealtad de los príncipes y su pueblo. Los reyes con su pueblo, en la alegría y en las penas, sin huir.

Terminada la misa, que entraba mucho más por los ojos que las que se celebran ahora (entonces Trento, ahora Vaticano II), tuvo lugar la gran procesión por la Villa. Se cargó el pesadísimo sarcófago de plata en un carro de cuatro ruedas. Curiosamente el recorrido estaba «entablado», es decir el público a un lado de las defensas de madera (hogaño serían vallas o cintas de plástico) y los procesionantes por dentro.

Toda la ciudad fue decorada con arquitectura efímera, que tanto se echa de menos hoy en día. En el Humilladero, cerca de la Plaza de la Cebada, los franciscanos habían levantado un retablo en el que «una pintura de san Isidro arando con un par de bueyes con tanta gracia y perfección que engañaba a los ojos de los que se detenían a verla porque parecía se movían a cualquier parte y miraban a quien los miraba». En fin, aquí también hubo jesuitas y mercedarios, dominicos, los de la Victoria… porque todas las órdenes se echaron a la calle acompañando al santo, a los reyes, al Ayuntamiento.

Pero no solo ellos: «La clerecía de esta Corte, la Capilla Real con trompetas y chirimías acompañaban a san Isidro dentro de su caja de plata, encima de un tablado y ruedas que por debajo impelían y movían hombres tapados con telas finas. En medio del Consejo Real llevaban la caja, después seguían los Presidentes [de los demás Consejos Reales]. Las Guardas españolas y tudesca iban desviando la gente y hacían lugar para que pasase su Majestad que con muchos Grandes iba a pie. Por la importunidad del agua no pudo acompañar la procesión desde san Andrés. Quiso Dios dejase de llover a las cinco de la tarde».

El rey a pie, en medio de la gente. La reina vio pasar la procesión desde la Casa de la Panadería y bajó a acompañar a su esposo. Llegaron a san Andrés a las 21’30. Luego los monarcas se retiraron a Palacio. La procesión de la Villa (y la de la Compañía), fueron sonadas y un espectáculo del barroco. Hay otros panfletos que cuentan danzas y alegorías a la guerra contra los turcos mantenidas por unas ilusionantes España (Casa de Austria) y Francia (Casa de Borbón) unidas. ¡Qué fiestas!

Pero el caso es que San Isidro, del que Madrid quería su beatificación y canonización desde 1562, 60 años atrás, fue hecho un santo popular, que los costes que supuso la canonización los sufragaron los madrileños porque en todas las mandas testamentarias se destinaba una pequeña limosna para ello, se fuera rico o pobre; que azotado el campo por una fase B, había sido Lerma el que con su política proagrarista había triunfado después de destituido por golfante (1618) ya que él había sido el precursor de la beatificación porque había que reivindicar el trabajo en el campo (¡ay, la España vaciada, qué vieja historia!) y que la ruralización de la fiesta fue un hecho muy significativo en competencia con el carácter de los otros cuatro santos. Y conviene fijarse en un detalle: el joven rey que era un adolescente, pero Emperador de tamaño imperio, anduvo entre los suyos, empapándose como correspondía, enfangándose con el barro de aquel día lluvioso en Madrid. Y la reina le acompañó.

¡Buf! ¡Cuántas imágenes me han venido a la cabeza, no sé por qué! Lerma, Rodrigo Calderón, el sarcófago paseante, los reyes en la calle. Por cierto, si alguien se encuentra una crónica de todo esto firmada por Cervantes, que lea mejor la firma, que ya hacía seis años que había muerto.

*Alfredo Alvar es Profesor de Investigación del CSIC y Cronista Oficial de la Villa de Madrid