Medio Ambiente

Transhumanos, la especie que no necesitará su cuerpo para sobrevivir

La tecnología pone en nuestras manos la posibilidad de la «inmortalidad» gracias a un conglomerado de avances que, aunque desordenados e incompletos, ya prometen mejoras físicas, emocionales y mentales

La mano de un humano y un robot conectando
La mano de un humano y un robot conectandoxijianGetty Images/iStockphoto

Hollywood lleva años avisándonos. «Terminator», «Yo, robot», «El inspector Gadget», «El hombre Bicentenario»… estas películas han ido relatando esa extraña unión entre el hombre y la máquina que tanto nos fascina como nos atemoriza. ¿Estamos preparados para dar un paso más en la evolución? Es la pregunta del millón, aunque ya hay quien piensa que nos encontramos en un punto de no retorno: la integración de nuestro cuerpo con la tecnología es una realidad y todo parece indicar que va a seguir avanzando mucho mucho más. Esa es la idea principal que rodea al transhumanismo, una corriente de pensamiento que ansía la muerte del Homo sapiens para dar paso a un modelo más inteligente y mejor preparado.

«La mayoría considera el fin de nuestra raza como una catástrofe, pero existen personas que no sólo se alegran de ello, sino que además quieren que ocurra cuanto antes», aseguró Julian Baggini, filósofo y autor de una veintena de libros sobre este campo, en una entrevista para la BBC. La pretensión de este grupo es dejar atrás la fragilidad de nuestro organismo y optar por una «infraestructura» que nos vuelva mejores a nivel físico, emocional, mental o moral. Incluso, inmortales. De hecho, hay quien mantiene que será factible cargar nuestro cerebro en un ordenador y vivir para siempre en un mundo virtual.

Algo así como lo que el director Charlie Brooker planteó en uno de los episodios de la controvertida serie«Black Mirror »: en «San Junípero», los fallecidos tienen la oportunidad de continuar su vida en un universo digital tan real como la mente imagine. Todo ello cobra especial importancia si se tiene presente el papel que está jugando la inteligencia artificial hoy en día. El científico Ray Kurzweil, por ejemplo, sostiene que los dispositivos del siglo XXI son cada vez más sofisticados y listos. Por lo que no resultaría complicado fantasear con un futuro en el que estos aprendan por sí solos y se incorporen a los adultos para facilitar sus rutinas. Para muchos, esta posibilidad de ser reemplazados por una nueva entidad es inquietante. Sin embargo, en un sentido amplio, llevamos décadas compartiendo costumbres con seres transhumanos: cualquiera que tome medicamentos para impulsar su aspecto físico, estimular su memoria o potenciar su vigor sexual ya forma parte de esta selecta comunidad. Así como aquellos que albergan marcapasos o consumen antidepresivos.

Ahora bien, esta forma de entender esta cuestión es excesivamente aperturista y soslaya alguna de las cuestiones claves suscitadas por esta tendencia. Lo esencial es la plena confianza en la biotecnología, la informática y la nanotecnología. Y, a partir

de ahí, el cuerpo dirá. Así, si se analizan estas variables, parece adecuado diferenciar hasta tres aplicaciones claras de este movimiento. En primer lugar, la creación de súper individuos con un conjunto de características que podrían heredarse de padres a hijos. Esto tan sólo es posible mediante la aplicación de técnicas de modificación genética como CRISPR, que ya fue usada por el científico chino He Jiankui: en 2018, anunció que había editado el ADN de dos gemelas para inmunizarlas contra el VIH. El proyecto, que no fue publicado por ninguna revista especializada ni autorizado por la Universidad de Shenzhen, al final acabó reprobado por la totalidad de la comunidad científica. Y, cómo no, con la condena del Gobierno a tres años de prisión.

El segundo alarde de esta doctrina es el concepto de «cíborg». O, dicho de otra forma, el desarrollo de híbridos entre personas y robots. Es cierto que existen en la actualidad, pero quizá de una forma un tanto superficial. No se trata sólo de implantar prótesis o sensores inteligentes. El objetivo es mucho más ambicioso: por ejemplo, el neurocientífico Ted Huffman se introdujo una brújula en el dedo índice que, aunque le permitió controlar los campos magnéticos, le causó un agrave infección. No obstante, el gran cometido es verter nuestros recuerdos, conocimientos y experiencias en un artefacto.

¿Y después qué? Nadie lo sabe. Por el momento, es inviable saber si el paciente tendría una sensación subjetiva y real de continuidad. En cualquier caso, la tercera opción es la que cuenta con más puntos (al menos, a medio plazo) para dar sus primeros frutos: el diseño de una súper inteligencia que tuviera las mismas características de un cerebro y que pudiera aumentar el bienestar del planeta. Ya lo veremos.

NI DE DERECHAS NI DE IZQUIERDAS

A favor o en contra, lo que resulta evidente es que este tema está generando numerosos dilemas éticos. En 2002, el politólogo Francis Fukuyama se posicionó en contra de la ingeniería genética en su libro «Nuestro futuro posthumano». Un argumento que, hace un lustro, recuperó el filósofo Michael Sandel en su «Contra la perfección». En ambos supuestos, el contrapunto era el mismo: estas novedades podrían aumentar las desigualdades sociales. Pues, de darse más adelante, tan sólo estaría al alcance de muy pocos. Los más ricos, seguramente. Y eso, aunque variase en un mañana aún más lejano, provocaría una disonancia tremenda. En cambio, el profesor Nick Brostrom apuesta por una regulación inminente, antes de que este discurso se encuadre en una posición política determinada y muera enquistado. ¿Y qué pasa con las personas? «La experimentación con humanos que pueda suponer riesgos o molestias para los sujetos sólo debe realizarse cuando no existan procedimientos alternativos de eficacia comparable”, recoge un informe del Comité Ético de Experimentación de la Universidad de Sevilla. Sin embargo, no queda claro qué ocurre si uno quiere probar con uno mismo. Ese fue el caso de Zoltan Istvan, un conocido periodista que trató de liderar el partido Transhumanista de Estados Unidos. Tal y como describió en una columna en The New York Times, para él, tener implantes es tan conveniente como divertido. En su casa, por ejemplo, la puerta principal tiene un escáner de chips, lo que le permite abrirla con su propio torso. En España, está Neil Harbisson, un artista vanguardista que tiene incrustada en la coronilla una antena que le permite ver y percibir colores invisibles, así como recibir imágenes, vídeos, música o llamadas telefónicas en su cabeza. El siguiente paso será democratizarlo todo.

EL ‘HOMBRE-MÁQUINA

El transhumanismo encuentra sus raíces en el pensamiento clásico y moderno. Es algo así como el deseo constante de adquirir nuevas habilidades para el hombre gracias al uso de la ciencia y la tecnología. De esta forma tan ambiciosa lo ha definido Nick Bostrom, profesor en la Universidad de Oxford (Reino Unido) y presidente de la Asociación Transhumanista Mundial. Para él, los pilares fundamentales de esta corriente intelectual se hallan en la confianza plena de los avances y en la concepción material del hombre. Esto es: las personas son máquinas y, como tal, pueden perfeccionarse poco a poco. Esta idea no es nueva: «El orden de las especies», de Darwin, ya recogía esta opción. Lo que, sumado al tremendo avance de la inteligencia artificial en nuestros días, propone la posibilidad de hablar de un nuevo individuo: ¿el Homo digitalis? El tiempo lo dirá.