Música
“Thanks for the dance”: el epitafio que grabó Leonard Cohen cuando esperaba la muerte
Se publica el álbum póstumo del cantante, una pequeña joya que presentó en Nueva York su hijo Adam y un glorioso epílogo a una carrera magistral
Cae la noche en Manhattan y los elegidos, mayormente gente de la industria musical y periodistas, hacen tiempo en un elegante edificio industrial restaurado del Soho. En su interior hay cócteles, mujeres y hombres guapos, postureo, bohemia más o menos impostada, viejos leones del underground , camareros solícitos y ejecutivos de rostro afilado. Gente sonriente, expectante, feliz, congregada frente a unas impactantes torres de altavoces y unos lujosos amplificadores de alta fidelidad, a punto de escuchar por vez primera «Thanks for the dance», el disco póstumo de Leonard Cohen. Compuesto a partir de pistas vocales que el canadiense dejó a su muerte, esquemas de canciones, melodías inacabadas, resulta natural temer un ejercicio de funambulismo necrófago, una jugada vacía de marketing. ¿Estamos ante las sobras del espectacular y apocalíptico «You want it darker», que vió la luz el 21 de noviembre de 2016. Menos de un mes después, el 7 de noviembre, moría el más austero y seductor de los poetas de la era rock? No y mil veces no. «Thanks for the dance» es algo más que una digna continuación de la joya póstuma.
Más allá de la muerte
Presentado por Adam Cohen, hijo de Leonard y productor del disco, «Thanks for the dance» retoma el vuelo inacabado hace casi cuatro años y, a diferencia de su predecesor, explora territorios más allá de la muerte. Porque la muerte está presente, impregna cada surco, cada verso, cada recitado, cada inflexión, y es inevitable recordar su presencia frente a una voz que por momentos tiritita como una llama de cara al viento, pero en su última entrega las fundiciones del metal último y el viaje al otro lado conviven con paseos por la luz, homenajes a Federico García Lorca, «niebla de besos de verano donde traté de aparcar en doble fila» y saludos a Marianne Ihlen, su pareja en los días felices y pobres de Hydra, que murió en julio de 2016 y a la que Cohen, en la canción que titula el disco, despide con un devastador «Gracias por el baile y el bebé que llevaste / Era casi una hija o un hijo...». En «Happens to the heart», que ya habíamos conocido en su versión como poema, en el libro «La llama» (2018), publicado en una edición admirable por Siruela, canta «Trabajé siempre con firmeza/ pero nunca lo consideré un arte/ Financiaba mi depresión/ Encontrándome con Jesús, leyendo a Marx/ Claro que falló mi pequeño fuego/ pero es brillante la chispa moribunda/ Ve y dile al joven mesías/ Lo que le pasa al corazón». Los editores españoles, en su web, no dudaron en incluir un párrafo revelador de la actitud de Cohen ante esos últimos años trabajo y vida: «Estoy preparado para morir. [...] Llegado a cierto punto, y si todavía estás en tus cabales, [...] tienes que aprovechar la oportunidad de dejarlo todo atado. Tal vez sea un cliché, pero se subestima su poder analgésico. Dejar todo en orden, si puedes hacerlo, es una de las actividades más reconfortantes, y los beneficios son incalculables».
Su hijo tardó más de siete meses en atreverse a escuchar las pistas que dejó atrás su padre. Con una taza de café en la mano entraba en el garaje junto a la casa de Leonard, donde tenía su equipo. Poco a poco comenzaron las mezclas, los ensayos de arreglos, y empezaron a recibir visitantes como Jennifer Warnes, vocalista de Cohen en los setenta y ochenta, o el español Javier Mas, que había acompañado a Leonard en sus dos últimos tours haciendo alquimia pura con el archilaúd y la bandurria, o estrellas como Beck, Damien Rice, Leslie Feist y Daniel Lanois… Cada vez que llegaba uno de ellos, a regalar un coro, a dejar unos arpegios, a pulsar un piano, Adam recordaba la frase de Ingmar Bergman, que decía que odiaba ver sus películas con otras personas porque mientras las proyectaba, incluso si entraba un gato, comenzaba a ver la película con los ojos del gato. Pero de las colaboraciones y los juicios estimulantes sacó la confianza necesaria para creer en el proyecto. Puede que sea más un colofón que una cima, y que en ocasiones los músicos toquen lastrados por un exceso de pudibundez ante el mito. Puede que algunas de las canciones no sean más que fantásticos recitados con pulcro acompañamiento musical. Pero cuando la mezcla funciona, cuando estamos ante verdaderas canciones mientras que los implicados no tratan de emular a los músicos que lo acompañaban en los setenta, como en el caso de la sobrecogedora «Pupets», que abre con imágenes del Holocausto, o en la cegadora «The hills», el disco explota en un sobrio caleidoscopio de sonidos y versos a medio minuto del infierno y el cielo.
«Thanks for the dance» no será presentado en directo. El dios de los poetas acogió a un Cohen machacado por la leucemia y con la columna fracturada, que fumaba desafiante desde la portada de «You want it darker» –había prometido retomar el hábito si llegaba a los ochenta– y que en sus años crepusculares fue capaz de dar forma a una bella despedida. No, «Thanks for the dance» no provoca la milagrosa sensación de descubrimiento que fluía torrencial por los poros de los legendarios «Songs of Leonard Cohen» (1967) y «Songs from a room» (1969), no apabulla con la evocadora y letal oscuridad que reptaba por los pasillos de «Songs of love and hate» (1971), no rezuma la espléndida sensualidad de «New skin for the old Ceremony» (1972), no es el fruto violento de un choque de trenes entre dos creadores opuestos, como el vilipendiado y magnífico «Death of a ladies’ man» (1977), que firmó junto al genio chiflado de Phil Spector. «Thanks for the dance» no debe compararse con «Recent songs» (1979) o «Various positions» (1984), porque las coordenadas son otras, radicalmente distintas. Tampoco constituye la obra de absoluta madurez de un creador en la cima de sus poderes creativos y, al mismo tiempo, lo suficientemente consagrado como para empapar sus versos de hermosos sintetizadores baratos, como en los magistrales «I’m your man» (1988) o «The future» (1992). Este disco, como los tres previos, es, sencillamente, un glorioso, evocador y delicioso epílogo. Una estrella menor, pero imponente, que cruje y palpita con la pasión de un bombardeo en sordina y la calma ominosa del océano que seduce, alimenta y condena.
Alguien, en alguna reseña, comenta que siempre vió a Cohen como una suerte de seductor y herido depredador. Un leopardo con sombrero. Un ángel con colmillos radiantes. Un encantador de serpientes. Un mago y un peregrino. Un hombre cautivador, exquisito, que escribía y cantaba con la misma elegancia con la que hablaba y vestía. Alguien incapaz de comprometerse con nadie excepto con sus periódicas musas. En una mano la botella de vino y en la otra la Biblia, la metralleta, sus gastadas ediciones de Federico y el tintero, borracho de estricnina. «Luchábamos por algo definitivo/ no por el derecho a disentir/ Claro que falló mi pequeño fuego/ pero es brillante la chispa moribunda/ Ve y dile al joven mesías/ lo que le pasa al corazón».
✕
Accede a tu cuenta para comentar