Opinión
Spielberg virtual
Alrededor de Broadway, la vieja calle de los catedralicios «movie-palace» de Los Ángeles, los vendedores asiáticos de joyería al por menor y otras subespecies han alquilado por palmos el legendario Warner Brothers Theater, que cerró las proyecciones hace décadas. El patio de butacas, los palcos y el hueco de la gigantesca pantalla están mudos ante el ajetreo de los mercachifles que no consideraron necesario ni reformar esta vetusta catedral del ocio: es como comprar «para hotel» un viejo castillo, tropezarse con el cadáver del anterior propietario y dejarlo estar sin que interrumpa los quehaceres. Tal es el shock para el viajero que observa la escena, tal la asumida rutina de los angelinos. En España, apenas quedan un puñado de grandes cines –el resto son gimnasios para sagas de superhéroes y complementos para entretener a niños en centros comerciales–.
La liturgia del cine ha ido confiando a unos pocos «fin-de-raza» el empeño de alargar su magia decente y su popularidad. Entre ellos, Spielberg, hijo de padres divorciados, renovador del clasicismo quien trabajó duramente y, con otros, hizo que no quedaran en blanco los estériles ochenta. ¡Sí, los buenos viejos tiempos hoy....que realmente fueron horribles! En su nueva cosa, «Ready Player One», él mismo procede al entierro del sello comercial y nutritivo que forjó. Aquí, ahora describe un Ohio degradado donde los habitantes viven en pordioseras colmenas y enganchados al sucedáneo del universo digital. Desde este faubourg angosto y fabril, Spielberg lanza un alegato (?): «lo único que es real es la realidad». Resulta sarcástico que lo diga cuando ya ha puesto los dos pies fuera de su real legado.
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