Opinión
Federico Sánchez alias Jorge Semprún
La primera vez que leí un texto de Federico Sánchez fue en la revista clandestina del PCE «Nuestra Bandera», que en milagroso papel biblia era transportada clandestinamente en maletas de doble fondo para sortear la intervención policíaca de fronteras (parte de la intelectualidad era y sigue siendo de algún modo clandestina; parte de un sustrato hispánico que soportamos inconscientemente que hace que disminuya la creatividad). El franquismo trataba de evitar por todos los medios el contagio del exterior como en tantas épocas del pasado. Algunos fueron, por consiguiente, a la cárcel en olor de papel. Tal vez les cueste entender a los jóvenes lo que suponía leer el ejemplar de una revista en la que un desconocido estudiante podía descubrir, como en mi caso, una réplica inteligente de la teoría generacional que se aplicaba entonces. Años más tarde, cuando pasé por París, no sé si de ida o de vuelta a Inglaterra me detuve en el pequeño hotel de Pont Neuve, donde residía Juan Marsé, quien se había ocupado de buscarme una habitación y ponerme en contacto con la red parisina de los exiliados o residentes españoles. Creo que fue entonces cuando visité la Librería Española, centro obligado para cualquier intelectual joven, porque allí podían encontrarse (¿ah, el papel!) los libros en español más prohibidos. Quien me atendió era una muchacha barcelonesa con la que hablé largamente. Fuimos centrando sus vivencias hasta que descubrí que había estado en su casa. Era entonces la mujer de Francesc Vicens, un histórico del PSUC, a quien había tratado en Barcelona, gran amigo de Cirici Pellicer, más tarde expulsado, como Claudín y Semprún, del PSUC y del PCE respectivamente.
Marsé que, según decía, trabajaba en la limpieza del Institut Pasteur, había publicado ya su primera novela en Seix-Barral. Fue allí donde le había conocido. Me presentó a Antonio Pérez Precio, convertido más tarde en una referencia de la pintura abstracta española. A él se debe la importante Fundación que lleva su nombre en Cuenca y quien se encargó de organizar mi primera y rápida estancia parisina. Su fecunda imaginación ideó un encuentro, en apariencia casual, en una librería, en la que trabajaría poco después. Las librerías eran entonces lugares de encuentro ahora sustituidas tan menudo por los bares. Con una premeditada coincidencia, encontré a Federico Sánchez, una figura de elegancia exquisita, tal vez vinculada a sus orígenes nobles. Recuerdo su jersey claro de cuello alto doblado y su chaqueta esport. Mi acompañante nos presentó y Federico, tras hablar brevemente conmigo, me preguntó dónde me hospedaba. Le di el nombre del hotel y me aseguró. «Te mando un pneu dentro de un rato». Al llegar al hotel el portero disponía ya del mensaje. Me citó en una cómoda cafetería, donde hablamos largamente de la situación política y de literatura. Pero en 1965 Jorge Semprún había publicado ya dos años antes «El largo viaje» y probablemente estaba preparando con Alain Resnais el filme «La guerra ha terminado» (1966), dos hitos de la cultura europea. Descubriría que Federico Sánchez era el alias de Semprún mucho más tarde, de vuelta de aquel viaje. Mis críticas a la organización del Partido Comunista de entonces, clave en la oposición al franquismo, coincidían con su incomodidad que concluiría en expulsión.
Apenas volví a verle, pero en 1977 presenté en Barcelona su novela, ganadora del premio Planeta, «Autobiografía de Federico Sánchez» en un restaurante barcelonés, supongo por su indicación. Había ya cambiado mucho, alternando literatura y cine, entonces como hoy, indisociables, pese a un lenguaje expresivo tan distinto. Ya en 1969, participó con Costa-Gavras en «Z», uno de los filmes más interesantes del compromiso político. Pero el alias siguió pesando en él hasta que en 1993 publicó «Federico Sánchez se despide de ustedes». Entre 1988 y 1991 fue ministro de Cultura del gobierno de Felipe González. Por aquellos años formé parte del jurado del Premio Nacional de Literatura y con este motivo volvimos a vernos. Pasó a saludar muy cortésmente a cada uno de los miembros que integrábamos aquel sanedrín. Era ya un personaje distinto, integrado en su función representativa. Acertaría González en aquel nombramiento, cuya actividad finalizaría al filo de 1992, en un país volcado con la ilusión de superarse y de formar parte de una Europa que poco tiene que ver con la actual. De hecho, nos vimos poco y apenas coincidimos en lo que alguien puede entender como vida literaria. Pero cualquier vida se forja de ciclos y al tiempo que nuestras células envejecen, son sustituidas por otras tal vez de peor calidad. Federico Sánchez procedía de una juventud basada en la resistencia contra los nazis, en su experiencia en el campo de concentración, en la clandestinidad en Francia y en España. Venció Jorge Semprún, porque no podía ser de otro modo. Fue un personaje lúcido, inteligente, brillante, cortés. Tampoco fue una excepción en su tiempo.
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