Opinión

Los antiguos encuentros

Lo que aprendimos cuando éramos niños y adolescentes nos recordará toda la vida que eso sucedió porque alguna vez nos encontramos con alguien, en una clase o en un libro, que nos dejó el rumor de un modo de ser y de estar en el mundo, y de instalarnos en la realidad entera. E incluso lo que dejamos de aprender también se interiorizó en nosotros como un hueco, que de repente aparece casi como inconmensurable, y peor sería si no nos apercibiésemos nunca de él

Los rostros pálidos antiguos que conocimos era como si nos llevasen a ver un retablo de títeres y de maravillas y de alegrías o desazones, y siempre nos intrigarán y hasta nos darán cobijo las ciudades y los reinos que nos hacían soñar con sólo mirar los puntos rojos de los mapas y las postales o fotografías, o poniendo el belén con su establo y el castillo de Herodes. Sólo más tarde averiguamos cómo nos marcaron para siempre, y sabemos de cierto, entonces, que de nuestra conversación con ellos depende ciertamente el destino mismo de nuestra inteligencia, especialmente si nos toca vivir un espíritu del tiempo que puede ser muy bárbaro, hasta invitarnos a renegar de estos nuestros compañeros de pupitre, a denigrarlos, e incluso a lincharlos, y sacar los ojos a Copérnico como aconsejaba Chigaliov, en «Demonios» de Dostoievski, o poner en ridículo público y dar muerte a quienes se les ocurrió enseñarnos, como en la Revolución Cultural maoísta, que, aunque parezca extraño, tanto fascinó a las élites sociales y culturales de Occidente, hace ahora medio siglo.

Nadejda Mandelstam, que fue testigo bien cercano de una educación de los jóvenes hacia el esclavismo, escribía: «Todos querían ser contemporáneos de los hombres de hoy, y temían mortalmente quedarse atrás. ¿Sabían que se les estaba formando para ser los agentes de todas aquellas barbaries que estaban detrás del famoso Nuevo Humanismo? Ahora me intereso en los jóvenes que viven en Occidente y llevan el pelo largo. ¿Qué es lo que quieren y quiénes son los enanos que los dirigen? ¿Conocen la técnica del collerín para arrastrar al condenado hasta el patíbulo, y quiénes quieren encadenarlos?»

La misma Nadejda Mandelstam dice también que las generaciones y de educación recibida se distinguían hasta por su voz y su dulzura en el modo como actuaban lo que se les ordenaba, y nos descubrían si sus ojos infantiles habían visto la maravilla del pesebre y habían hablado con los pastores y las lavanderas, o con los guardias del rey Herodes. Y si sus antepasados habían sido también descendientes de aquella raza oscura y terca de seres humanos de los que ya no se habla ni se debe hablar para que no existan, porque tenían tal altivez que no toleraban ser tratados como ganado, y entonces se tornaban incordiantes. Para el César y sus sucesores en nuestro mundo, en primer lugar, que no se conforman ya con el servicio y el tributo, sino que exigen de nosotros el último rincón de nuestra vida y nuestro yo.

Y, por lo pronto, la herencia de esos totalitarismos, por su naturaleza misma de constructores de una granja humana, consiste en sustituir al saber con el rebajamiento del nivel de instrucción y educación – y nadie debe fracasar – tal y como también lo había formulado el siniestro sistema de Chigaliov: «Los esclavos deben ser iguales, y todos los esclavos son iguales en la esclavitud».

De esta manera sobreviene el caos irracional, producido por la palabrería para captar la mente y tornarnos «mente capti» o mentecatos, olvidadores de lo que vimos y vivimos, siendo casi niños, cuando aprendimos a distinguir el Solsticio del Invierno y el Belén, el oro, el incienso y la mirra, la estrella conductora, de unos Reyes Sabios y entendidos en estrellas, lo justo y lo injusto, lo verdadero y lo falso, la fealdad y la hermosura, el musgo y la harina simulando nieve. Es decir, distinguir para comprender y, luego, «ni Canciller ni nadie» que compre nuestro yo.