Opinión
Una ironía a tiempo
Ante reacciones tan tristes como aquellas a las que hay que recurrir para explicarse que en la toma de posesión de un nuevo gobierno regional los perdedores de él organizen protestas, no queda más remedio que preocuparnos todos de que la ausencia de espontaneidad democrática vaya ocupando espacios públicos cada vez mayores, más frecuentes y nada menos que exhibiéndose junto a un Parlamento y la calle. Y espectáculos que atribuíamos a países de «Tercer Mundo» con una vida política todavía un tanto tosca, y todavía ofensiva a toda civilidad, y lo absolutamente necesario es no ya corregir sino liquidar estas situaciones nuestras, dominadas primeramente por una verborrea inacabable en la que se expresan una ignorancia primaria y un odio voluntarista e inmotivado, que no se sabe si procede del tribalismo con su correspondiente cainismo, o de tiempos la dinastía de los Picapiedra que sus dibujantes nos han mostrado tantas veces con un garrote en la mano y arrastrando a sus mujeres por el cabello como el más atento saludo matutino.
Pero, si nos ponemos algo serios para preguntarnos también necesariamente por algo más que ya graves síntomas de violencia e incivilidad, tenemos que comprobar que, efectivamente, las instituciones de la convivencia humana necesitan asentarse racionalmente y no sobre supuestos como la de que ya se ha llegado al otro lado del progreso irreversible. Pero es que incluso la sociedad mejor estructurada, o alguno de los diversos grupos que la forman reaccionan de idéntica manera que las sociedades primitivas cuando tienen las sensación de estar en peligro, y acuden a un grande y experimentado remedio, como lo es la designación de un culpable que siempre ee una persona o grupo. Estos grupos han sido de modo muy principal los judíos, culpables de casi todos los males del mundo, y las mujeres cuyo sexo –según lo que podría llamarse «la filosofía de género» de pasadas épocas– las predisponía a pactos y relaciones especiales con el Diablo y a ser brujas, envenenadoras u homicidas con el simple mirar que se llamaba «mal de ojo». Y también, desde luego, se podía señalar a cualquier persona particular como Apolonio de Tiana, lo hizo con un pobre mendigo ciego a quien señaló por las buenas como la causa de todo mal y, cuando quienes escuchaban, le reconocieron como un alimaña culpable, totalmente ajeno a ellos, este fue apedreado y despedazado. Se denominó milagro tal señalamiento y miles de otros «Apolonios» han sido tenidos por salvadores al designar culpables de un mal a tantos otros pobres chivos emisarios.
El caso es que las sociedades que se consideran civilizadas parecería que son inmunes a esta barbarie victimaria, pero no lo son si se apartan del pensar personal, racional y crítico, que es lo que avisaba Kierkegaard cuando afirmaba rotundamente que un hombre puede equivocarse, pero la multitud se equivoca siempre, mientras la Biblia advierte que, si son los padres los que comen agraces, no puede ser que los hijos tengan dentera, ni nadie debe tirar la primera porque, si se tira, ya nadie puede parar las que sigan hasta consumar un crimen. Y estas consideraciones tan simples son las que guardan el yo de cada quien y cada cual, porque es el abecé del sentido crítico que siempre hay que guardar y que, en un proceso brujeril, un cuáquero recordando que una de las señales de ser bruja una mujer era que se trasladaba por lo aires de un lugar a otro, preguntó, a una de las acusadas de tal maldad, si se trasladaba a su placer y ella lo afirmó, de manera que, dirigiéndose a los jueces indicó que bien podía comprobar que ellos también creían que volaba, pero que volar no estaba prohibido por ninguna ley divina y humana. De modo que una pequeña ironía por parte de una persona y un descubrimiento por parte de otros fueron dos pequeños gestos absolutamente liberadores, porque evitan la desgracia y la muerte, limpiando de estupidez y maldad la mente de los seres humanos.
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