Opinión

Siniestras huellas

Lo que resulta sorprendente en nuestra situación actual en los países civilizados y democráticos es que se da una perfecta contradicción de base en el hecho de que asuntos como el aborto, la eutanasia o las manipulaciones genéticas afectan sustancialmente al derecho a la vida que es una de las tres razones –las otras son la libertad y la propiedad– por las que según Locke en su «Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil», los hombres aceptan la autoridad. Y hay otra flagrante contradicción con los llamados «derechos humanos», pero ambas son solamente la consecuencia de una nueva cultura que tiende a devolver al hombre a su mera naturaleza zoológica y política, desechando toda «leyenda antropológica», que es como se llama a toda otra consideración distinta a la biología interpretada.

En el momento de las rebelión de los Hereros 1904-1906, éstos ya no fueron considerados como hombres por los alemanes a excepción de la Socialdemocracia y el Partido Católico del Centro, pero hasta mediados del siglo XIX no se comenzó a negar la santidad de la vida humana, que se consideraría enseguida una antigualla, mientras en diversas situaciones vitales, a tenor de la nueva ciencia darwinista, aparecía la muerte como la opción óptima y la más humanitariamente preferente, en toda su diversa variedad; desde el aborto y el infanticidio al suicidio asistido o decidido por el Estado, y la obligación de donar los propios órganos, llegada cierta edad.

La práctica de estos «humanismos» comenzó antes de la República de Weimar, y siguió de manera más entitativa pero igual de tranquilamente científica en el Tercer Reich, que fue cuando, en los ambientes médicos no contaminados, se acuña la denominación de «Science in Beemoth» o «Ciencia de Satán» o «Nazi Medicine», «Nazi Medicine» para prácticas, que no concluyeron con las sentencias de Nüremeberg, y el Dr. Rothman caracterizó a los años cincuenta como «la era del ''laissez-faire'' en el laboratorio», y en ese tiempo y después ha adquirido hasta cierta honorabilidad intelectual y respaldo legal, si es que no se educa ya en esa cultura en estas democracias avanzadas, cada vez menos diferenciables, en este y otros planos de cosas, de los dos grandes totalitarismos, que habrían dejado en ellas más de una siniestra huella de su paso.

En cualquier país del primer mundo, mucho antes de que se encaren siquiera los problemas sociales más, injustos y oprimentes, se establecerá automáticamente la esterilización, los vientres alquilados, el aborto, la eutanasia, las técnicas de deterioro de la vida para su extinción, y el resto de las propuestas de liquidación hechas en la lucha contra los Hereros, como queda dicho. Y todo esto cuando ya se oyen las propuestas del nuevo antihumanismo mucho más siniestras, y nacidas del odio más extremo a la especie humana.

Hacer frente a estas realidades, sin embargo, parece cada día más difícil, por cuanto los hombres de las nuevas mentes progresadas parecen admitir tranquilamente la nueva cultura del hombre como primate, y la de la muerte integrada en el progreso como necesaria para él, y una cultura que, como escribía ya hace años Stephen Vicinczey, afirma que «se aprenden más cosas sobre la difícil situación humana observando una tribu de babuinos o una manada de ánsares que de la Biblia o de Shakespeare; o que la confusa historia del hombre puede tornarse clara y sencilla con la aplicación de unas cuantas teorías económicas». Porque también hay cada vez más gentes «que sólo requieren una simple ideología para sentir que han ampliado sus mentes», y el oscurecimiento actual del cristianismo no es el mejor síntoma precisamente porque, como decía el filósofo marxista Ernst Bloch, histórica y culturalmente hablando, «el cristianismo es altivez y voluntad de no dejarse tratar como ganado».

Pero hemos renegado de todo esto, y poca defensa tenemos ya frente a un nuevo darwinismo filosófico y hitleriano, sin camisas pardas ni svásticas pero en medio de una grande y retórica verborrea antifascista, y frente a un alarmante empobrecimiento cultural, y un inquietante estatalismo.