Opinión

Gabo, cine y literatura

Netflix, el contrapoder de un exhausto Hollywood, ha anunciado su deseo de llevar al cine la novela de Gabriel García Márquez, «Cien años de soledad». Gabo, excelente conocedor del cine, se había opuesto a la adaptación de aquella novela que supuso en su momento la confirmación del «realismo mágico». El paso de los años ha venido a desmontar aquella inicial consideración según la cual se valoraba la imaginación narrativa sin intentar descifrar una realidad subyacente, autobiografía encriptada como relato de situaciones inverosímiles. Debe considerarse como arte y menos como escapismo de una realidad. Escapa de la novela de la violencia colombiana, aunque sus rasgos son aún perceptibles. Su realismo mágico no consistió tan sólo en la utilización de imágenes o palabras bajo un nuevo código, sino en la sublimación de la autobiografía. Convendría insistir en ello. Los «Cien años...» elevaron al reportero colombiano hasta el Nobel de Literatura y situó la literatura latinoamericana en centro de atención universal. La novela posterior, en buena parte escrita en Barcelona, con remotos ecos del dictador Franco ya envejecido, como parte compleja del protagonista, logró una tirada inicial de un millón de ejemplares. La nueva joven y siempre renovadora literatura latinoamericana se ha ido distanciando en lo posible de aquel fenómeno que alcanzaría también al cine. García Márquez venía de un reporterismo que le permitió su estancia en un París incómodo, aunque se tradujera en «El coronel no tiene quien le escriba», su mejor novela –como declaraba a menudo– inspirada asimismo en la figura emblemática de su abuelo, referencia obligada. Ya instalado en México, antes de escribir furiosamente la novela que bullía en su cabeza desde años atrás, ya amigo de Carlos Fuentes, otro iniciático escritor, le introdujo en la maquinaria del cine mexicano que gozaba entonces de cierto volumen de producción. Dirigía entonces allí nuestro Buñuel, alejado de los EE.UU. por las delaciones de Salvador Dalí en los años de una guerra fría que ahora parece haberse reanudado.

Defensor de la Revolución cubana, amigo personal de Fidel Castro, participó en el «Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos» en La Habana, que sustituía a la «Cinemateca de Cuba» y hasta llegó a fundar y financiar en parte, la «Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños», también en Cuba. Allí dirigió cursos en varias ocasiones e invitó a cineastas extranjeros. Conocía, pues, muy bien el mundo del cine. Había trabajado como guionista en México, colaboró en guiones sobre sus propios relatos y novelas, ya en 1955 se había matriculado en el «Centro Experimental de Cinematografía», de Roma. Sus relatos o novelas, pese a los nombres destacados que los dirigieron e interpretaron tuvieron escaso éxito, porque en su literatura la palabra y el engranaje de la historia difícilmente pueden traducirse en imágenes. Se ha comentado a menudo que el cine deriva de la literatura, aunque sólo en ocasiones no traiciona su origen. Hay ejemplos de una feliz dependencia, aunque la mejor experiencia que recuerdo sigue siendo la adaptación de la novela de Thomas Mann, «Muerte en Venecia», gran combinación estética, en la que literatura, la mítica Venecia, música e interpretación logran combinarse hasta alcanzar el arte.

La primera experiencia, basada en un relato de Gabo, fue «En este pueblo no hay ladrones» (1965), de Alberto Isaac, donde, como actores, además del escritor colombiano, figuraron Luis Buñuel, Juan Rulfo y Carlos Monsiváis. Ni siquiera «Crónica de una muerte anunciada» (1987), dirigida por Francesco Rosi, pese a disponer de una trama casi cinematográfica, logró éxito de crítica. Más difícil, por no decir imposible, sería trasladar a la pantalla «El amor en los tiempos del cólera» (2007) como intentó Mike Newell, pese a contar con la interpretación de Javier Bardem. Hennig Carslen llevó a la pantalla «Memoria de mis putas tristes» (2012), en la que participó Ángela Molina y Arturo Repstein se atrevió con «El coronel no tiene quien le escriba» (1999), con Marisa Paredes. El brasileño Ruy Guerra lo intentó con «La increíble y triste historia de la cándida Eréndida y de su abuela desalmada» (1983), cuyo título se redujo a «Eréndida» porque la enumeración no habría cabido en la cartelera. La costarricense Hilda Hidalgo pasó al cine en 2009, «Del amor y otros demonios» y el argentino Fernando Birri, «Un señor muy viejo con unas alas enormes» en 1988, como Ruy Guerra realizaría en 2004, con «La mala hora». Dejando al margen su actividad como guionista, observamos una profunda contribución al mundo del cine, en especial al latinoamericano, que trató de reconducir. Nunca autorizó, sin embargo, el traslado a la pantalla de su novela más ambiciosa. Sabía bien que una versión tan imaginativa de la realidad era casi difícil transformarla en imágenes en movimiento, porque «Cien años...» resulta un artificio esencialmente verbal. El trasvase a otra dimensión requeriría enormes dosis de creatividad. Netflix ha logrado los derechos y habrá que observar sus resultados. Tendrá que vencer nuestro previo escepticismo, porque Gabo consideró la palabra precisa como una joya insustituible.