Opinión
Jugando a los inditos
Es un curioso fenómeno de época éste de que autonombrados «sherifs» del universo y vengadores del mal en la Historia han llegado a ella para instaurar la justicia, así que el señor López Obrador que es Presidente mejicano y pertenece a la tribu intelectual de los llamados «indigenistas», y se atiene al doctrinarismo de moda en torno de los perdones históricos, ha escrito una carta al Rey de España y al Gobierno español para que presenten sus excusas por nuestra conquista de aquella tierras hace quinientos años. En esas guerras se llevó la cruz, y en nombre de esta se proclamó el hecho de que un hombre no era tal si no era libre y que un hombre era igual que otro hombre. Nunca había oído el mundo este entendimiento de la naturaleza humana como libre e igual en cada uno de sus miembros, y el dueño del mundo entonces, el emperador Carlos I reunió a sus hombres de estudio, a sus clérigos y a sus militares, para preguntarles si podía llevarse a cabo la conquista y civilización de aquellas tierras y el sometimiento de aquellos seres humanos, a tenor la citada antropología cristiana formulada específicamente por la escuela teológica dominicana de Salamanca, que incluso ahora mismo va mucho más allá en el respeto de la persona humana que lo que podrían amparar, más tarde, los famosos Derechos Humanos.
Las ideas sobre guerra justa y sus consecuencias y, por lo tanto, el supuesto derecho de propiedad y señorío de un vencido en guerra justa, quedaban liquidadas a partir del concepto de libertad e igualdad que no serían derechos de quitas u otorgamientos decididos en la positividad de las leyes sino, como ha quedado dicho, sino realidades por las que se era hombre o no; y fueron los españoles los que las descubrieron y las impusieron en contra mismo del enriquecimiento y el poder, y todo otro provecho propio o del Imperio. Y ese más allá y más por encima del Imperio y sus intereses era la garantía de ejecución y su vigencia, exactamente como en la negación de ese más allá en la Primera Guerra Mundial hizo de ella una guerra entre dioses intramundanos que no tienen otro medio para seguir siéndolo sino la extinción total del enemigo, como ha recordado recientemente George Weigel. La balanza fue entonces establecida para medir a un hombre y a un Imperio: o pesaba la sacralidad del individuo o pesaba su rentabilidad económica. El Emperador Carlos I suspendió la conquista y, según la respuesta, se puso a ajustar el funcionamiento del Imperio a la enorme dimensión moral del hombre.
Los inditos descendientes de aquéllos que España nunca machacó en medio de las acostumbradas liquidaciones europeas en las Indias, estuvieron junto a España a la hora de la independencia, y hablan hoy todavía un español como el de fray Luis de Granada, y llaman «Nuestro Señor» al Rey de España. Y de los españoles aprendieron lo que valían y valen por sí mismos.
A los indigenistas y a nosotros mismos, no parece importarnos demasiado los indios de ayer o de hoy, y solamente se trata de una de tantas de las hipocresías intelectuales y morales de nuestro tiempo, que es la de autonombrarnos debeladores de injusticias de hace cuatrocientos años con las que admirarnos a nosotros sí mismos como virtuosos de altos niveles éticos, comparados con antiguas épocas bárbaras, si es que con todos estos reclamos, no tratamos de absolver, o dulcificar al menos, todas nuestras complicidades con un mundo, como el nuestro, que gira abiertamente, en torno al rédito de lo humano supeditado a la economía, y la política, todo un Imperio, y está llenos de inditos de todas clases a los que ni siquiera vemos.
A Carlos se los hicieron ver, y puso los derechos e intereses de aquellos hombrecillos sobre los del Imperio, y todavía España sigue pagando una cuota de leyenda, llena de moralidades modernas por ello. Y siempre es llamativo jugar un rato a los inditos.
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