Opinión

El gran invento

La sensación que nuestro país ofrece fuera de nuestras fronteras y que los medios españoles abundaban en repetirnos era la sensación de estar ante un país que, de manera ejemplar había hecho su transición de una de una dictadura a una democracia, pero resulta que, después de un rodaje más o menos logrado de casi cuarenta años debemos decir, respecto de estos logros, que el paso fue realmente desde una dictadura a una cierta democracia, pero no con tanta plenitud como la que nos parecía. No con tanta que permita que se note, pongamos por caso, nuestra espontaneidad hacia la ley sin que tengamos que ponernos rayas de colores entre lo legal y lo ilegal porque no somos perfectamente hipersensibles a la ilegalidad y, desde luego, no se muestra una absoluta repugnancia a colorear de propia ideología la democracia aunque resulte claro ello que es la muerte de ésta.

Es desgraciadamente indudable, igualmente, que la democracia puede ser falseada y corrompida, contrahecha, teñída y contagiada no sólo por la renuncia a sus principios en nombre de la eficacia de algunas decisiones, sino por el sutil desteñimiento sobre la sensibiidad democrática de filosofías y prácticas políticas de los dos grandes totalitarismos durante su larga vigencia. Pongamos por caso no solamente la ausencia de grandes escrúpulos ante la ley, sino la casi exhibición, por el contrario, de talantes y conductas de excesiva familiaridad y hasta deportividad con leyes fundamentales que garantizan sencillamente la pervivencia democrática, y los derechos y libertades ciudadanos que no pueden ser sacrificados por razones como la mayor eficacia o un sentir público manifestado al margen de su expresión ordinaria, u otro cualquier dorado pretexto. Y todo esto sucede, por otro lado, en medio mismo de una crisis de los viejos «mores» éticos, e incluso ritualidades y talantes mínimos del Estado democrático, en Occidente.

No ocurrió otra cosa con los detentores del poder democrático durante la Gran Guerra, que se consideraron sin nada por encima de ellos, y decidieron el exterminio del enemigo de modo tan enorme que fue por puro acabamiento de las fuerzas de cada cual y no por un triunfo bélico por el que aquella Segunda Guerra mundial no pudo concluir en una paz sino en un mero armisticio, como ha recordado, oportuna y recientemente en USA, George Weigel.

En una situación como la nuestra, de ruptura o eliminación de casi todo rastro filosófico o moral, habrá que convenir entonces, siquiera como condición de una mera supervivencia, en un cierto saber práctico primario, compuesto con los mínimos retazos de nuestra experiencia civilizada. Es decir que, aunque no se pueda acudir a la referencia una ética común, que hemos sepultado un tanto alegremente, resulta ineludible atenernos a una experiencia de siglos que nos aconseja perentoriamente ocuparnos de un vivir en libertad y buena fe, el respeto más absoluto a las leyes, y estar poseídos por espontaneidades y escrúpulos democráticos, en vez de lucir demasiadas habilidades de trileros e ilusionistas, o prepotentes controladores del pensar mismo y repartidores de criminalización de personas e instituciones del presente o del pasado. Como si no fuese la condición misma de nuestra civilidad, el respeto de todo hombre, su honor y su memoria, como persona a la que, a comenzar por el Estado mismo,–e incluido nuestro enemigo, si lo tuviéramos– en su plena singularidad, sin adjetivos ni distingos, y es el más alto valor en sí mismo en una sociedad, y piedra de toque de cualquiera otra situación.

La democracia nace como defensa del individuo especialmente frente a un poder omnímodo del Estado, pero también frente a cualquier «fool people» o todavía inciviles grupos sociales que se dieran en ella, e incluso en unos tiempos como los nuestros, en los que parece que abundan gentes que, como los viejos, antiquísimos gnósticos, querrían refundar el mundo pero después de haberlo destruido, en realidad nos es suficiente alzar la tranquila superioridad de la prevalencia del Derecho, porque, para todo lo demás, siempre pueden esperarse mejores tiempos.