Opinión

La famosa España doble

Llevamos un tiempo en el que se han instalado la hosquedad y el insulto en la vida pública y hasta en el Parlamento y esto no puede atribuirse a una ausencia de control de uno mismo, porque en ese caso se seguiría una excusa. Y el asunto tampoco tiene relación con la verdad que se exprese y la intención del otro con que se haga, sino con que unas palabras ofenden objetivamente a otra persona mediante su reducción a cosa despreciable que se puede o se debe eliminar, o a la nada; lo que constituye un asesinato un simbólico que no arriesga nada jurídicamente, porque no resulta punible, y se puede insistir en la reducción a la nada de otro ser humano, que convertiría dicho insulto en algo más perverso cada vez.

Se va acumulando, en efecto, maldad a maldad, y así se invita a quien se insulta a situarse en el mismo ámbito de los víctimas de los deseos de muerte y retorno a la nada del otro, que, en un momento álgido, puede derivar en hechos de agresión y brutalidad encadenadas y en una prácticamente inevitable violencia. Y, entonces, de lo que se trata es de evitar que nazca el insulto, y de que si brotase, fuese cortado inmediatamente por un debido respeto al enemigo, la excusa luego, y al fin la racionalidad.

No se instala la posibilidad de una relación óptima entre los miembros de una comunidad por decreto, pero sí se exige por racionalidad una situación de ninguna violencia ni de hecho ni de palabra y el imperio de la razón. La misma ley que rige la comunidad está asentada sobre la racionalidad del acuerdo común que tiene en cuenta la diversidad de parecer e intereses, todos sometidos al interés común, sin que se tenga derecho alguno de una excepción a este deber. Y para reafirmar todo esto nacieron los acuerdos constitucionales y la lucha política pacífica que sustituyen precisamente el mundo oscuro de la guerra y el conflicto por la razón común primaria que es el Derecho.

La violencia y el deseo de aplastar al otro es siempre la sacralización de unos abstractos que encubren muchas ventajas de dinero y poder y, si ya nos parecen anacrónicas las llamadas luchas religiosas, que los encubrían hay que cuidar de que las luchas políticas no absoluticen sus ideas ni sentimientos. Y, a este respecto, siempre hay que recordar una página de Sir Winston Churchill que, cuando hace la historia del reinado de Isabel I de Inglaterra y escribe sobre la violencia del choque que por asuntos religiosos se produce en los dos reinados anteriores de Eduardo VI y de María I que «aquí estaban los ciudadanos… ordenados en nombre del rey Eduardo, a marchar a lo largo del sendero de la salvación y, bajo el reinado de la reina María, a volver a marchar en dirección opuesta, pero la reina Isabel logro un compromiso entre la Vieja y la Nueva Inglaterra que, aunque no abatió su guerra, confinó su furia de tal manera que no fue mortal para la unidad y continuidad de la sociedad nacional».

Es decir que acertó la Reina en su obligación de configurar una nación unida, y logró mostrar a sus súbditos, racionalmente, que ante todo eran ingleses, y ello era una condición y un valor supremos ante los cuales tendrían que ceder cualquier clase de situaciones y sus valores, y razones o sinrazones, como una especie de Derecho y Convenio Originarios que hacían del mero ser inglés una especie de Razón Última. Y lo tremendo es que la misma racionalidad de esta realidad no ha calado de igual manera desgraciadamente en nuestra conciencia de ser españoles.

Y no hay dos Españas como no había dos Inglaterras, y Don Antonio Machado nos avisó de esa eventual doblez que explicaría que nos suicidáramos. Pero hay un sola España con una vieja patología de estupidez, locura y autodestrucción; y de ignorancia y odio a la gran España que fuimos.