Opinión

Océanos de mujer

Sentirse nuevamente inmersa en «Las olas» de Virginia Woolf al contemplar cómo rostros jóvenes, maduros y vetustos de mujer avanzaban por las calles de las principales ciudades del mundo, todas con sus monólogos interiores pero retratando fielmente a la sociedad. Un océano de caras, de rostros, de nombres, de voces y de cuerpos de mujer – también de hombres– que poco tenían que ver con el mar triste, con aquel mar de acero de olas grises que oía palpitar Machado. Era imposible no sentirse un poco como Peter Pan, ¿recuerdan?: «Sí, nosotros hemos estado allí, aún podemos oír el ruido del oleaje, aunque ya no desembarcaremos jamás». Inadmisible apearse de ese barco que zarpó hace tantos años, aunque parezca que fue ayer por lo mucho que tarda en llegar a puerto; costó mucho subirnos a la ola, a cualquiera de las que trajo la marea del feminismo, como para apearse de ella. El ruido de ese océano de mujeres se escuchó ayer en la calle. Fue una jornada de fiesta para ponernos serios. Las calles de todo el mundo se volvieron a teñir de violeta, destronando al rosa, que parece haber caído en desgracia; incluso a las reivindicaciones llegan los prejuicios. Millones de mujeres tomaron las ciudades no para hacerse un hueco, sino para reivindicar su sitio, su espacio, su lugar. Porque el escenario de la mujer es el mundo y «como mujer no tengo país, mi país es el mundo entero». Esa es nuestra particular habitación propia que preconizaba Virginia Woolf, esa que una mujer debería tener para ser libre y poder escribir. El mundo se moviliza, las gargantas gritan y las manos y las voces se alzan; ahora solo queda que todas las mentes acompañen. El ruido de los hashtags en redes y de las manifestaciones está muy bien; pero se requiere que el sonido ambiente se convierta en la banda sonora de nuestras vidas, de nuestros derechos, de nuestra existencia.Nos dirán que estamos locas; da igual, ya nos han dicho que estamos borrachas, que vamos por callejones oscuros, ya nos han llamado bonitas y no para adularnos. Más que eslóganes improvisados, yermos de rigor y huérfanos de criterio, debemos seguir nuestra convicciones, los mismos que llevaron a nuestra Woolf a pensar que una feminista es cualquier mujer que cuente la verdad sobre su vida. Y al igual que ella pensó, sí, merecemos una primavera y no le debemos nada a nadie. No hay que poner trabas al feminismo ni tampoco a las feministas. Iríamos contra la marea y, por ende, contra nosotros mismos. Nadie debe hacerlo, tampoco las propias mujeres. Nos lo advirtió Simone de Beauvoir: el opresor no sería tan fuerte si no tuviese cómplices entre los propios oprimidos. Quien lo hace, solo actúa movido por el miedo o por algún interés que si se destapara, le dejaría en evidencia. Naufragaremos si se utiliza el feminismo en beneficio de unos pocos, disfrazándolo, banalizándolo, frivolizando, tergiversando su verdadera esencia: la igualdad. Cuando eso sucede, se le está dando munición a las mentes cerradas, contaminadas de machismo y de ideas anquilosadas en la Edad Media, que no parece quedar tan lejos como el calendario podría inducirnos a pensar. El feminismo es mujer y como escribió Gabriel García Márquez, la mujer es como la buena literatura, al alcance de todos, pero incomprensible para los estúpidos. No hay que tener miedo a nadie ni a nada, tampoco a las palabras ni a llamar a las cosas por su nombre. Y se llama feminismo. Llámenlo sororidad, empoderamiento de la mujer, o simple sentido común. Pero conjúguenlo. Y a ser posible, todos los días. Vivir jornadas históricas como la de ayer o como la de hace un año, sin que realmente se haga historia, resultaría estéril. Elijamos las palabras y empecemos a escribir nuestro relato. Seamos las protagonistas de nuestra propia historia, que será la de todos. Hagamos caso a Woolf, omnipresente desde el principio: nada es real si no lo escribo. Empecemos a escribir que es real.