Opinión
El Mono
El siete de mayo de 2000 fue un día muy triste. Sucedió una de esas cosas que producen en un sentimiento de tristeza indescriptible, seguramente exagerado, pero intenso y de verdad. El Club Atlético de Madrid descendía a Segunda División por segunda vez en su historia. Se suele contar que ese descenso se debió a la intervención judicial motivada por la investigación de los delitos imputados a Gil más que a una falta de calidad en los jugadores pero, vamos a dejarnos de rollos. Lo que pasó tiene un solo responsable que se llamaba Jesús Gil. Aquel verano, sin embargo, el Atleti aumentó un 68% su número de abonados. Un milagro, un caso de fidelización que aún se estudia en algunas aulas con gente que sabe de números que suben en tiempos sin otra explicación que el sentimiento. Aquel verano, me chupé una cola de trece horas en el Calderón, añorado Calderón. La temporada pasada había tirado el abono al río, harta de tanto bochorno en el palco. Pero, qué leches, en ese momento había que apretar. Llego a hacer trece horas de cola por salvar mi vida y acabo refunfuñando, fijo, pero aquel día lo recordaré siempre por la sensación de felicidad, de estar perdiendo el tiempo con gente en la que te reconoces. Cuando ya enfilaba las escaleras dentro del campo antes de llegar a las oficinas, una melena debajo de una gorra, apareció de la nada. Un tipo rudo con acento de ser, sin duda, de Mar del Plata y con un indisimulable amor por el barrio de Caballito, donde tiene su sede el Ferro, el Club Ferro Carril Oeste. Salió el Mono Burgos a darnos las gracias a todos aquellos que perdimos trece horas haciendo cola y me pareció el perfecto the end para un día que jamás olvidaré. Admirado, querido, Germán: que regrese pronto toda esa alegría que proporcionas, que seas todo lo feliz que mereces y cuando vuelvas habrá celebración de título. Abrazo de gol.
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