Opinión
Estado de desconfianza
Nuestra Constitución regula (Artº 116) los estados de alarma, excepción y sitio. Conocemos bien el primero de ellos incrustado en nuestra vida desde marzo, con derivadas políticas y judiciales complejas a consecuencia del punto 116. 6 : «La declaración de los estados, no modificarán el principio de responsabilidad del Gobierno y de sus agentes reconocidos en la Constitución y en las leyes». De ahí, que a diferencia del gobierno sueco que en lugar de buscar culpables busca soluciones de futuro, nuestros responsables anden a la greña, utilicen el ataque al otro como mejor sistema defensivo, mientras discuten –galgos o podencos– si las responsabilidades son del Gobierno o de alguno de sus «agentes reconocidos».
Para nada cita al estado de desconfianza, a pesar de que es realmente el que vivimos. El concepto solo aparece en los artículos 112 y 114 al tratar sobre las relaciones entre el Gobierno y las Cortes Generales.
Desconfiamos de medidas obligatorias hoy, que no lo fueron en marzo «por falta de existencias»; desconfiamos de los números oficiales sobre los fallecidos; desconfiamos de las fechas reales en que se conocieron datos preocupantes sobre la expansión de la pandemia; desconfiamos de las medidas adoptadas para prevención de concentraciones.
Pero sobre todo desconfiamos de su interpretación política.
Todo lo anterior puede justificarse ante unas extraordinarias circunstancias que pillaron a un gobierno recién instalado, no cohesionado de partida y no precisamente formado por técnicos en determinadas materias como la sanidad. Nunca pudo imaginar el alcalde de un pequeño pueblo del Vallés que su vida se cruzaría con un virus del que no tenía puñetera idea. Y no quisieron mirar a Italia. Y mucho menos a Portugal y Grecia –barlovento y sotavento, querida Ministra–, dos gobiernos que supieron afrontar el problema bastante mejor que nosotros. Y no quisieron apoyarse en la experiencia del Sistema Nacional de Trasplantes, del que somos ejemplo, acostumbrado a coordinar con eficacia lo nacional con lo autonómico.
Y todo nos ha llevado a desconfiar incluso de nuestra concepción del Estado de las 17 Autonomías dado que muchas medidas que exigían centralización, chocaban con los «usos y costumbres» normalmente egoístas de algunas de ellas. Y tampoco quisimos mirar a Alemania que con 16 «Lander» ha capeado el temporal bastante mejor que nosotros.
Y hemos llegado a desconfiar de nuestro sistema sanitario del que nos sentíamos orgullosos –y personalmente sigo estándolo– adosando sin mediadas previsoras, toda la carga de una pandemia al buen sistema preventivo y curativo de salud pública, incapaces incluso de integrar la sanidad privada que ofrecía plazas UCI en sus instalaciones para apoyo de las saturadas públicas.
Y desconfiamos de las reacciones calientes y poco meditadas del Ministro del Interior que han arrastrado al crédito de su Gobierno, de su Secretario de Estado, de la Directora General de la Guardia Civil, pero sobre todo al Benemérito Cuerpo en el que ha producido un sangrante desgarro. Han instalado la desconfianza en cada Casa Cuartel donde se vive bajo el manto de una divisa –el honor– y un lema: «Todo por la Patria». ¡Por supuesto son patriotas, aunque ahora pretendan algunas voces prostituir el concepto de servicio generoso «a la tierra de nuestros padres»!
Todo por creer que el estado de alarma conlleva un universal «derecho de pernada» sin equilibrios con el poder judicial ni compromiso con el estrago moral que produce la mentira.
Campa todo lo contrario a la humildad: se persevera en el error; se apiña; se contraataca.
Y con clara y programada reacción, se ponen en marcha los»ventiladores» de opinión. Se cuenta con medios de difusión potentes, públicos y privados; se manipulan encuestas; se activa la Fiscalía General; con hierros al fuego se marcan a los «fachas»; se prejuzga y condena, sin fallo judicial ni apelación posible.
El nuevo estado está instalado. A la mascarilla sigue la mordaza, la mudez, la falta de compromiso, el aislamiento. Es el «que les den» poniéndonos de perfil, prescindiendo de informativos y editoriales que solo nos producen más consternación; no querer saber más, siquiera el fondo y realidad de cada asunto. En resumen, prescindir de la verdad que es tanto como decir, renunciar a nuestra libertad como ciudadanos y asumir el papel de tristes súbditos.
¡Todo esto en la primera mitad del siglo XXI; no en el XVI !
Por supuesto no seré yo quien renuncie. Sigo encontrando puntos de apoyo. Le preguntaban recientemente al descendiente del Duque de Ahumada, a su vez Grande de España, cual era el título nobiliario que llevaría su lápida. Contestó sin titubear: «Guardia Civil Honorario». Bien se que estos valores –nobleza y honor– engendran odio en la mente de alguno de nuestros políticos. Para ellos es más rentable este estado de desconfianza.
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