Opinión

Elecciones en tiempos turbulentos

Cuando el pasado otoño faltaba un año para las elecciones del próximo 3 de noviembre, los republicanos se sentían satisfechos con sus perspectivas y a los demócratas no les llegaba la camisa al cuerpo. El único nubarrón en el horizonte de los primeros, y esperanza para los segundos, se cifraba en un nuevo intento de impeachment contra el presidente, basado en sus presiones en Ucrania para desvelar los turbios negocios del hijo de Biden, apoyado por su padre desde la vicepresidencia de Obama. Una guarrada política de Trump, pero no propiamente un delito, en el cual su rival por la presidencia tampoco salía nada bien parado. Al final, todo quedó en agua de borrajas, como las mucho más graves pero en absoluto justificadas acusaciones de colusión con los rusos en la campaña electoral del 16 y, posteriormente, en el curso de la correspondiente investigación de obstrucción de la justicia. Finalmente, todo quedó remitido al soberano veredicto de los electores.

Previamente algo había parecido torcerse cuando Sanders, el rival perfecto para Trump y pesadilla para los demócratas por su decidido y poco popular radicalismo izquierdista, había sido desplazado de las primarias de su partido por el candidato que promovió, como desesperada tabla de salvación, el aparato demócrata, el superveterano de la política Biden. Pero los republicanos no perdieron nada con el cambio. Pronto el país quedó inundado con vídeos cuyo tema eran las continuas y espectaculares meteduras de pata del nuevo rival, en los que se ponía de manifiesto sus claros inicios de chochez. Sus tambaleantes 77 años tendrían que enfrentarse con los energéticos 72 de Trump, maestro en la despiadada dialéctica cara a cara. Encima Biden vio destaparse su pasado de abusador mujeriego, pero representando a quien representaba, el implacable movimiento #me too, que no había dejado de explotar, fue sumamente benigno con él.

Así las cosas, cuando Trump surfeaba la ola de la buena marcha de la economía y la reducción del desempleo a bajuras de escasez de mano de obra, prometiéndoselas felices con tan enclenque rival, irrumpe el coronavirus para trastocarlo todo. En su machotismo nacionalista y mal asesorado por algunas eminencias médicas que dejaron pública constancia de sus fallos iniciales en la percepción de lo que se les venía encima, tardó unas pocas semanas en montar una reacción adecuada, con las secuelas que ya sabemos que el retraso supone. Pero con la energía que lo caracteriza y una muy eficiente colaboración público-privada, desató pronto las capacidades de la dinámica sociedad americana. El profundo federalismo del sistema jugó un papel, al tener en cuenta las diferentes situaciones epidemiológicas de los estados y también al proporcionarle a los demócratas la posibilidad de estrategias diseñadas para sus objetivos políticos. La administración Trump tuvo en cuenta la compaginación entre las necesidades de sanidad pública, salvar vidas, y la máxima preservación tanto de las libertades individuales, que su base reclamaba, como de los activos económicos, por los que muchos estaban dispuestos a correr algunos riesgos. Los confinamientos han sido más limitados en restricciones y duración. Los gobernadores demócratas siguieron, en general, la vía contraria, cifrando sus esperanzas en que el parón en la marcha de la maquinaria económica era para su partido neto beneficio electoral.

A esta imprevista dinámica vino a añadirse la todavía mucho más impredecible desencadenada por la protesta antirracista y su explotación por elementos vandálicos. Como respondió el premier británico Macmillan a la pregunta ¿qué es lo que determina la evolución histórica? «Los acontecimientos, joven, los acontecimientos». Una vez más, como no podía dejar de ser, la oposición, nada exenta de inescrupulosa saña, ha tratado de sacarle el máximo partido electoral a esos acontecimientos, poniéndole la brutalidad policial y el racismo a la cuenta del presidente y tratando ellos de cabalgar ese tigre.

Los réditos de esa obvia estrategia parecen inmejorables. La moral demócrata, disparando toda su artillería acusatoria, está por las nubes. En la media de las encuestas de intención de voto Trump está 8.8% por debajo de Biden, al que el aislamiento social y político lo ha preservado de una peligrosa exposición. En los estados «oscilantes» o de «campo de batalla», aquellos con alta población y, en consecuencia, un número elevado de votos electorales, en los que la opinión se alinea cerca de la raya del 50% y en los que la victoria suele ser decisiva para el resultado final, en cuatro de estos decisivos estados, Biden lleva ventajas entre el 4 y el 5.5%. En el quinto están empatados.

Esas cifras, en circunstancias normales, determinarían los resultados. Pero las circunstancias no tienen nada de normales. Mucho depende de cómo evolucionen los dos grandes intrusos de la campaña. La reacción económica ya se está dejando notar y el campo de Trump cuenta con que una gran parte del electorado, llegado noviembre, valorará la tendencia por encima de las pérdidas todavía no recuperadas en ese momento. Mucho depende de cómo se comporte el virus. Si para entonces hay una nueva oleada que castiga principalmente a los estados donde el confinamiento ha sido más suave y corto, los demócratas tratarán de llevar esas turbias aguas a su molino. En segundo lugar, el trumpismo espera que para entonces la protesta y sus excesos pertenezcan al pasado y una firme actitud de ley y orden prevalezca sobre acusaciones de racismo manipuladas y exculpatorias de lo vandálico. Trump cuenta también con la popularidad de sus duras acusaciones contra el régimen chino por su tratamiento del virus. Y por último, pero no lo menos importante, con los debates con Biden.