Opinión

Himnos

Algo más de quinientas voces entonaban emocionadas en el Patio de la Armería del Palacio Real el pasado día de nuestra Fiesta Nacional las estrofas de «La muerte no es el final», el himno que nos legó un buen cura vasco Cesáreo Garabaín. Lo había hecho suyo y lo extendió el Regimiento de Infantería «América», una de las unidades más laureadas de nuestro Ejército a lo largo y ancho de las Españas, hoy de guarnición en Pamplona: «Cuando la pena nos alcanza por un compañero perdido; cuando el adiós dolorido busca en la Fe su esperanza».
Estoy seguro que aquellos hombres y mujeres formados, que representaban a miles de sus compañeros de armas, junto a otros españoles –Policías, Protección Civil, Sanitarios– que contribuyeron con su esfuerzo a paliar el dolor causado por una pandemia, tenían su mente puesta en hospitales, residencias, UCI,s, Ifema, palacios de hielo. Cada uno debió recordar una mirada, una mano que pedía «no me dejes», una familia desorientada y desesperada que buscaba a un ser querido. Nos había alcanzado de lleno la muerte debido a un virus al que en tiempo útil despreciamos, cegados por la soberbia, faltos de capacidad de gestión, incapaces de coordinar recursos y medios humanos, sin la necesaria confianza en nuestros dirigentes, perdidos sus esfuerzos en luchas partidistas. Lo cubrió y lo sigue cubriendo el esfuerzo rayano en el heroísmo, asumido por nuestros médicos y el sistema sanitario en su conjunto.
No puedo imaginar lo que pasaba por las mentes de quienes desconocían estas estrofas que hablan de muerte y de Fe. Tampoco si coincidían o no con la sobria solemnidad del acto, ni como valoraban aquel disciplinado orden. Tampoco puedo saber que concepto del mando intuían: si el «mandar es servir» de nuestras Ordenanzas, o el mando como ejercicio del poder, la prepotencia o el interés grupal.
Si debo ser sincero, diría que en aquel patio de armas también se respiraban determinados aires de deslealtad, más que de la imprescindible integración de esfuerzos para paliar la actual y –Dios no lo quiera– las venideras olas de pandemia.
Es más: recordando páginas de nuestra Historia, me venían a la mente los nombres de aquellos «republicanos conversos» que procedían de los sectores, supuestamente más afines y leales a la monarquía de Alfonso XIII, capaces de firmar el Pacto de San Sebastián. En paralelo al solemne acto, mi mente se iba deslizando por nuestro pasado, relacionando tiempos y circunstancias que transitaron desde la deslealtad hacia la traición. Siento utilizar un concepto tan duro, que contempla (Artº102) nuestra Constitución.
En diferente ambiente, el pasado día 7 en otro Palacio –Moncloa– un concertista clásico James Rhodes –descamisado por exigencias del guion– interpretaba al piano el Himno de la Alegría de Beethoven para celebrar el destino de 140.000 millones –una puta tonelada, un pastón, según algunos cronistas– prometidos condicionalmente por Europa. Puesta en escena con tecnología «trump»; palmeros obligados porque el dinero y el poder cabalgan juntos; culto al líder indiscutible; aconsejado tono apacible, voz queda. Nada que ver con la realidad de los hechos como la decisión teñida de soberbia tomada sobre la marcha en Argelia. Para sazonar espiritualmente el acto, el Padre Angel. Solo le faltó estola en mano, perdonar los pecados urbi et orbe a todos los convocados.
Entre los dos himnos, una sociedad desorientada sin capacidad de asombro, aturdida, cabreada. Otra, por supuesto, feliz, tocando los cielos.
Unos duros sustantivos y adjetivos forman parte ya de nuestro lenguaje diario: mentirosos, farsantes, truhanes, sátrapas. Junto a ellos los socorridos fascistas, rojos o franquistas. Y se rebuscan otros más hirientes como manes, lemures, penatillos o dioses bahúnos. Nos retrotraemos al Caballo de Troya viendo como un comunismo condenado recientemente en el Parlamento Europeo, medra entre nosotros, no sabemos si contratado para el trabajo sucio o al acecho para desplazar a su contratante; hablamos de circo como cosa normal, cuando nos referimos a las sesiones parlamentarias tan esenciales para nuestra vida política; asumimos sin inquietarnos que el representante del Estado en Cataluña insulte y ningunee al propio Estado o que desde el propio Gobierno alguien ponga en duda –incluso amenazante– las posibles decisiones del Tribunal Supremo.
Por casualidades solo imputables al tiempo, en aquel Patio de la Armería formaba una representación de la Legión que conmemoraba los 100 años de su nacimiento. Ellos han contribuido, como otras muchas unidades de Defensa, los Ejércitos y la Armada, a la operación Balmis. Bien saben de sacrificios, entrega y muerte, que han vivido durante un siglo. Merecieron que al final del acto se respetase su propia liturgia.
Saber lo que sentían tantas y tan variadas mentes se me hace imposible, querido lector. Lo dejo a su sano juicio.