Opinión

La memoria

Lo único que se puede hacer por los que se van de manera abrupta es mantener viva su memoria. Javier Gandía era albañil. Tenía dos hijos y vivía con su mujer en La Puebla de Almoradiel, en Toledo; tenía una pequeña empresa de construcción. Es decir, vivía tan lejos, a ciento treinta kilómetros de distancia, que era casi imposible que estuviera en ese sitio, en esa calle de Madrid, que pasara por allí. Ivanov Kochev Stefco. Cuarenta y siete años, búlgaro, vivía en Fuenlabrada. Había ido a la sede de Cáritas en ese mismo recinto. Rubén Pérez de Ayala, sacerdote. Treinta y seis años. Se había ordenado el junio del año pasado. Tenía toda la gracia castiza que le venía genéticamente impuesta. Un guerrero siempre, como lo era su padre. Un amigo, sobre todo, de todas esas gentes que acudías buscando un recodo para el ánimo, para la fe, para el descanso de la incertidumbre o para afianzar su misión. Párroco de esa parroquia, la de La Paloma, tan indispensable en el barrio, tan implicada en la vida de los que menos tienen, de las familias del distrito, de su cuidado eterno. David Santos. Voluntario de esa parroquia. Le había ido a echar una mano a Rubén. Como se hace entre dos amigos, casi hermanos. Oye, esto huele a gas, date la vuelta y te acercas a ver. Así que dio la vuelta para ayudar, como siempre. Como si a alguno de Vds. les dice un colega: necesito que vengas, no sé lo que pasa. Y uno va. Se han muerto cuatro personas de manera inesperada, sin enfermedades, con ese mazazo que te pega la vida y que te deja sin reaccionar. Todas las personas que les quieren, que les querrán siempre, merecen que recordemos sus nombres y sus historias, lo que hicieron por los demás, lo que dejaron, lo que dejaron por ayudar, el plato de comida que se quedó fría por atender un llamado. Lo único que se puede hacer por los que se van de manera abrupta es mantener viva su memoria. P.D: Por cierto, David. Forza Atleti.