Televisión

Las buenas madres

Pues qué quieren que les diga, que estoy loca ya porque echen lo de Rocío Carrasco, a la que, por cierto, su ex marido sigue llamando Rociíto, imagino, para hacerla de menos. Yo tengo por estas cosas el interés del entomólogo: me encanta mirar a través del microscopio bichos raros cuyas vidas están en las antípodas de la mía. Bien es verdad que una no es hija de una artista colosal ni nació siendo famosa, pero creo que de eso se puede huir, se puede salir y se puede abjurar. Esto que empieza esta noche va a estar bastante entretenido y será otra de esas piezas maestras de la industria televisiva del entretenimiento, esa industria capaz de destrozar o de coronar a un personaje según y cómo sople el viento ese día. Más allá del morbo que supone contemplar la reacciones que pueda tener el ex guardia civil (que aún no ha empezado la serie y ya lleva la vena del cuello como una bajante), lo que se intenta dirimir a través de estos capítulos no es si Rocío Carrasco tuvo un matrimonio desastroso con el de la vena, cosa que parece más que evidente. No se trata de que nos convenza de si fue o no maltratada, no se trata de si sufrió mucho, poco o regular junto a este señor. No, no se trata de eso. Yo no tengo ningún vínculo con la hija de la Jurado. Ni la conozco, ni tengo personas interpuestas, pero hay algo que me incita a estar de su parte. Esta mujer ha sido juzgada y sentenciada por no ser lo que los clásicos del género de las etiquetas llaman «una buena madre». Y quizá porque no lo soy, quiero comprenderla. Una madre también puede tener sus propios problemas, puede enfermar, sentirse desvalida, puede fallar, puede equivocarse, puede tener miedo, ofuscarse, puede sentir que no recibe lo que da, sentirse humillada, vejada, puede querer salir de un infierno. Todo eso puede hacer una madre e, incluso, puede poner distancia con sus hijos. Porque para ser eso que llaman «una buena madre» hay que ser, para empezar, una mujer feliz.