Religion

Comunión

Ayer estuve en una comunión. Entiendo que, como inicio de una columna, no sea precisamente una película de Cecil B Demille pero, con tal de olvidarme del fútbol, yo ayer hubiera entrado a una cámara de gas, o me hubiera dejado arrastrar por dos caballos enajenados. Quiso Dios, en su inmensa misericordia, que mi suerte se encarnara en una niña rubia de diez años que comulgaba por primera vez y que me sacó de la tensión de nervios en la que he vivido esta última semana por culpa de un bendito equipo a rayas al que dedico muchos minutos del día. Yo recuerdo mi primera comunión como un pequeño suplicio, vestida de Margarita Xirgu con pamela, y con fiebre, así que las fotos son para donarlas al Museo de las niñas que se aparecen por las noches. En la memoria me queda que luego mi madre me dejó quitarme aquel vestido incomodísimo y que comimos trucha a la navarra, porque yo era y soy, ojo, muy de trucha a la navarra, pero vamos, enterarme de algo, creo que no me enteré de nada, que bastante tenía servidora con mantener recta la vela y recta la pamela. El caso es que ayer fui a una comunión y también ahí, como en casi todo, las cosas se han dado la vuelta como un calcetín. Oigan, que había hasta communion-planner. Salió un señor que organizaba los pasillos, las intervenciones, que marcaba los silencios y que hasta paró en seco a un pobre espontáneo que osó saltarse la fila para acercarse al altar. Lo más emotivo y emocionante fue, sin embargo, constatar que España ha cambiado absolutamente su acento. Esos niños, que ayer estaban tan nerviosos, forman un país nuevo, mezclado; un país que sesea, que usa el español mucho mejor gracias a sus raíces. Son niños a los que el blanco, gracias también a su color de piel, favorece mucho más, con lo malaje que es el blanco cuando se empeña. Si a eso le sumamos que dos curas eran negros, la postal no puede ser más esperanzadora. Bienvenida seas, imparable realidad.