Política

La pervivencia del odio

Se odia al otro al que no aceptamos, al que creemos piensa diferente, incluso si no le conocemos

He sido testigo de los momentos de euforia que seguían a la firma de acuerdos de paz que ponían fin a largos y crueles conflictos armados.

En Esquipulas (1986) próximos a un «Cristo Negro» donado a la bella ciudad guatemalteca por Felipe II, se diseñaron los mecanismos para resolver ancestrales problemas del Istmo americano, con dos sencillos parámetros: los problemas centroamericanos los resolvemos entre nosotros; ninguno de nosotros arropa como santuario a guerrillas del vecino.

Luego, viviríamos en Nicaragua el fin –que nos pareció definitivo– de una dictadura sandinista que había malgastado todo un idealizado movimiento de apoyo internacional, con la victoria electoral en 1989 de Dª Violeta Chamorro que supo valerse de su condición de madre y viuda de opositor asesinado, para dirigir a su pueblo con reconciliación y cercanía. Con el fin de la «contra» viviría Nicaragua momentos de ilusionado futuro.

Y tras la euforia que siguió a la apertura del Muro de Berlín vivida en la propia Centroamérica, respiraría aires de libertad en El Salvador cuando en una nochevieja de 1991 se acordó la firma de los acuerdos de Chapultepec que ponían fin a una década de guerra civil. Era el último esfuerzo de un buen Secretario General de Naciones Unidas –Javier Pérez de Cuellar– último de una saga de altos representantes que afrontaban los problemas de la política internacional «acudiendo al ojo del huracán». Seguía los pasos de Dag Hammarskjöld, el hombre capaz de decirle en 1956 al Reino Unido y a Francia que no eran ellos, sino las Naciones Unidas quienes debían interpretar la nacionalización del Canal de Suez decretada por Nasser, o al gobierno belga para intervenir en 1964 en su antiguo Congo. En una de estas activas gestiones, encontraría la muerte derribado su DC-6 en Ndola, actual Zaire, por un turborreactor «Fouga Magister» (2) vendido por Francia a Tshombre, pilotado por un mercenario belga, según recientes investigaciones. Hoy, los altos funcionarios de Naciones Unidas asumen tristemente que «teniendo un buen parque de bomberos, carecen de agua para alimentar sus mangueras».

Viviría posteriormente el final del largo y sombrío conflicto de Guatemala con un irrepetible Arzobispo Quezada al frente de la negociación y el más reciente de Colombia a caballo de Bogotá, Oslo y La Habana.

En todos los casos les decía a nuestros hermanos americanos: «cuidado; el final de una guerra no es la paz; por supuesto mejor curar heridas en un hospital normal que en un hospital de campaña; en España terminamos una guerra en 1939 y aún sangran heridas. (Y esto que en este tiempo no había aparecido aún la generación Zapatero).

Me viene todo a la cabeza cuando constato que la violencia se ha reinstaurado en Venezuela y Colombia, cuando el número de muertos en la campaña electoral mexicana se aproxima al centenar, cuando la agresividad de las maras sigue viva en Honduras y El Salvador, cuando en Nicaragua, Cristiana Chamorro soporte físico y político entonces de su madre, ha sido detenida como opositora electoral, por un gobierno que recuperó con vocación de perpetuarse, el régimen sandinista.

Bien sé que juzgar con parámetros de hoy hechos de la pasada década de los noventa es complejo y se presta a subjetividades. Pero sí me atrevo a señalar cual es el elemento clave de la situación actual: la pervivencia del odio.

Algo incuba en las consciencias de las generaciones actuales, que propicia este estado. Y no tenemos porqué buscarlo en América, porque lo tenemos en casa. Asoma en Cataluña, en el País Vasco, en Getafe. Se odia al otro al que no aceptamos, al que creemos piensa diferente, incluso si no le conocemos. Ya lo define el dicho popular cuando se refiere a su dureza: «más fuerte que el odio».

Dos periodistas franceses –Gérard Daved y Fabrice Lhomme, han profundizado recientemente en el tema (1): «En política el cinismo es instrumento cotidiano que adquiere su máxima eficacia si se apoya en dos patas: el odio y la violencia»; «personas cuyos afectos están dirigidos hacia sí mismos, personalidades con cualidades fuera de lo común para ganar elecciones, convierten estas en defectos para gobernar». En muchos sentidos «quien traiciona teme ser traicionado». «El odio es el combustible que impulsa hacia el poder, pero también una gasolina que prende fácilmente y destruye».

La estrategia de quienes impulsan el odio tiene objetivos claros: el primero, silenciar al otro. El odio se convierte entonces en enemigo de uno de los derechos fundamentales del hombre: la libertad de expresión.

Freud (3) propondría la vacuna contra este odio al que relaciona como precursor del amor: «aunque el miedo precede a ambos». Pero, mientras el amor es la superación del miedo, «el odio es su continuación bajo otras formas». De nosotros depende priorizarlos.

(1) «La haine»(El odio).Ed. Fayard.2019

(2) . Diseñado para la Marina francesa, lo adquirió Bélgica para su fuerza aérea.

(3) «Las pulsiones y sus destinos». 1915.