Literatura
¡Que piensen ellos!
Sagas indias como el Lokapanatti o el Mahabharata hablaban ya de soldados y sirvientes mecánicos. La isla de Creta estuvo al cuidado de un gigante de bronce, mítico, llamado Talos
A mediados de los setenta los herederos de Julio Verne se enfrentaron a un revés anunciado. La obra de su ilustre antepasado pasó a dominio público y la familia dejó de percibir las cuantiosas regalías de una obra extensísima, popular y traducida a casi todos los idiomas del mundo. En 1994, uno de sus tataranietos, Jean Verne, me recibió en su casa de Aix-en-Provence para contarme el drama. Aquello fue un tránsito sin titulares, y aunque Jean todavía se lamentaba de que la propiedad intelectual era la única posesión que se expropia legalmente después de fallecido su dueño, en su mirada había un brillo especial. «Tenemos un as en la manga», dijo de pronto. Me contó entonces la historia de un viejo baúl de su abuelo Michel, perdido en una de sus casas, en el que descansaba un manuscrito inédito del autor de Veinte mil leguas de viaje submarino. Su idea era publicarlo con el copyright de los herederos y reactivar así su maltrecha economía. «Será como poner el contador a cero y disponer de otros setenta años de derechos de autor por delante».
Pero su plan no funcionó. París en el siglo XX no fue el éxito que esperaban. El texto era una obra menor. Una que su editor habitual, Jules Hetzel, rechazó en 1863 por «demasiado fantasiosa» y que incluía visiones tan vernianas como que París pronto se iluminaría con luz eléctrica o que podría atravesarse gracias a trenes subterráneos.
Nunca volví a reunirme con él. Sin embargo, lo he recordado estos días al calor de un debate que la semana que viene se celebrará en el «Hay Festival» de Segovia. Allí, tres escritores y dos directivos del Centro Español de Derechos Reprográficos (CEDRO) nos reuniremos para debatir una cuestión que, de haberla conocido el último de los Verne, a buen seguro le habría fascinado: la posibilidad de que, en un futuro cercano, una inteligencia artificial sea capaz de escribir novelas.
Fue otro reconocido autor de ciencia-ficción, Stanislaw Lem, el que planteó hace casi medio siglo que un día un ordenador bien entrenado conseguirá imitar el estilo y hasta el talento de cualquier novelista. Lo hizo en el prólogo a un libro inexistente que tituló Historia de la literatura bítica y en el que un grupo de expertos imaginarios se asombraban ante a una computadora a la que le habían introducido las obras completas de Dostoievski. La máquina, por accidente, había alumbrado una novela nueva con todas las características del ruso.
Quizá ya no estemos tan lejos de un momento así. Una empresa de San Francisco, Open AI, lleva tiempo trabajando en programas informáticos capaces de elaborar textos «originales» a partir de lo que sus herramientas rastrean en redes y bancos de datos. Son bots –aféresis del término robot, programaciones que imitan el comportamiento humano– y que son los mismos que ya suplantan identidades en redes sociales, polemizan sobre política en Twitter o elogian productos y servicios de internet para atraer a nuevos clientes.
La última versión del programa de Open AI se llama GPT-3. Ya es capaz de elaborar textos más largos que cualquiera de sus predecesores y hasta de «disfrazarse» de jurista o poeta cambiando de jerga a voluntad. Todavía no ha dado el paso de suplantar a Dostoievski, pero da la impresión de que está en ello. El año pasado el diario británico The Guardian desafió a GPT-3 a escribir un artículo original sobre inteligencia artificial. «No tengo el menor interés de hacerles daño», dijo entonces el bot. Pero para alivio de muchos, su artículo no fue lo que se esperaba. Tuvo que ser editado a conciencia por redactores (humanos, por supuesto) que corrigieron sus párrafos unidos de forma inconexa, tomados de aquí y allá.
GPT-3 me recordó enseguida los ojos chispeantes de Jean Verne. Si Lem y su tatarabuelo hubieran podido conversar, seguro que hubieran llegado a la conclusión de que antes de que acabe el siglo habrá algoritmos que escribirán como ellos, pero también como Pérez-Reverte, Julia Navarro o como yo mismo. Cuando lo consigan, se abrirán debates hoy casi impensables. Quizá un editor del próximo siglo pueda ordenar a una computadora que trabaje en la «nueva novela» de Julio Verne, pero ¿quién se beneficiará legítimamente de esa acción? ¿La familia Verne por razones genéticas? ¿Solo el editor como dueño del programa? ¿Acaso el propio bot? ¿Y con qué autoridad se podrá atribuir su autoría a un escritor fallecido?... ¿Se podrá?
Los robots con los que soñamos desde tiempos de Homero iban a reemplazarnos solo en tareas mecánicas. Sagas indias como el Lokapanatti o el Mahabharata hablaban ya de soldados y sirvientes mecánicos. La isla de Creta estuvo al cuidado de un gigante de bronce, mítico, llamado Talos. Hasta Felipe II oyó hablar de un «hombre de palo» que caminaba como autómata por las calles de Toledo. No faltan historias así en todas las culturas. Eran nuestro «sueño de pereza». El anhelo de nuestros predecesores por liberarnos del trabajo físico y dedicarnos a pensar. Pero ahora que ya los tenemos, imaginamos robots que también piensen por nosotros y que incluso escriban en nuestro nombre. No tenemos remedio.
En realidad, lo que me preocupa de todo esto es que, como bien vio el tatarabuelo de Jean, «cualquier cosa que un hombre imagine, otro será capaz de llevarla a cabo».
Preparémonos.
Javier Sierra, es escritor y Premio Planeta de novela. «En busca de la Edad de Oro» cuenta su encuentro con Jean Verne.
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