Estados Unidos
El desastre Biden
Las elecciones del medio mandato del próximo año pintan mal para los demócratas.
Biden es un mediocre político profesional, de origen social modesto y escasos méritos académicos, con una larga y sólida carrera. Senador desde los 29 años por Delaware, un pequeño estado que no es el suyo original –Pensilvania–, pero que está muy cerca de Washington, lo que facilita las idas y venidas y el desempeño del papel de valedor de muchos intereses locales en las altas esferas. Conocido por sus meteduras de pata y su buen carácter, ha basado la consolidación de su carrera ascensional en la evitación del conflicto y la búsqueda de la conciliación. «Cruzar el pasillo», se dice en el argot parlamentario americano. El pasillo que divide el hemiciclo por la mitad, a cuyos lados se sientan los congresistas de uno y otro partido, aunque esa arquitectura corresponda más bien a la Cámara de Representantes. La expresión capta la idea de negociaciones entre los partidos, actitud que lo ha mantenido a flote y lo ha llevado a presidir el poderoso comité de Relaciones Exteriores –dándole una injustificada fama de experto en el tema–, a la vicepresidencia con Obama y finalmente a la Casa Blanca. Su poco lustrosa personalidad le ha proporcionado jugosas oportunidades, desembocando en la de la suprema magistratura, a la que lo promocionó la dirección del partido para conjurar el peligro Sanders, candidato cuyo socialismo podría dejar en casa a demasiados potenciales votantes demócratas. Extrayendo virtud de la necesidad, el partido le montó una campaña basada en sus inclinaciones conciliadoras, justo lo que el país necesitaba para restañar las heridas de las tensiones de la presidencia Trump, a las que los demócratas tan activamente habían contribuido.
Según los resultados oficiales, Biden obtuvo 7 millones de ventaja en votos populares, sobre un total de 158 millones, equivalente a 51.31%, pero en cuanto a los compromisarios que forman el Colegio electoral que elige al presidente, lo que le proporcionó a Biden la victoria fueron 44.000 votos adecuadamente distribuidos a su favor en tres estados, lo que representa un 0.03% del total de votos. El cambio de bando de esos votos hubiera cambiado las tornas, pero así fue también como Trump consiguió la presidencia. La campaña prometió reunificación tanto del partido como de la nación en su conjunto, aunque una gran parte de su esfuerzo consistió en ocultar al candidato, lo que fue posible gracias al entorno de pandemia y a la abierta connivencia de una mayoría de los grandes medios de comunicación, furibundamente anti-Trump.
¿Qué había que ocultar? El estado de salud mental del candidato, hasta el punto de que gran parte de la campaña subrepticia o espontánea de los republicanos consistió en la distribución, por las redes sociales, de vídeos que documentaban su gran número de torpezas, distribución limitada por la censura de esas poderosas redes, también anti-Trump. Más allá, o acá, de políticas e ideologías, el candidato demócrata había iniciado su decrepitud. Durante la campaña estuvo en manos de los asesores y «cuidadores» políticos que le puso el partido, procedentes de los equipos de Obama y los Clinton, lo que se ha amplificado con el nuevo presidente. Su pérdida de facultades mentales sigue su proceso y ya sólo el 43% de los encuestados dice seguir creyendo en sus capacidades, y entre ellos él mismo, que no deja de utilizar los poderes de su cargo para afirmarse de vez en cuando, imponiendo sus preferencias, como se hizo bien visible en la desastrosa retirada de Afganistán, que sólo consiguió un 33% de opiniones favorables. Dada la respetuosa unción de la que está rodeada la presidencia americana, se sigue atribuyendo a Biden las políticas que emanan de la más alta esfera.
Venga de donde venga, la política de la administración Biden sólo ha conseguido una cierta unidad del campo demócrata cediendo a la izquierdización que estaba destinada a contener, con lo que ha acentuado la polarización que prometía revertir o al menos atenuar. El extremismo sin paliativos de la ideología woke y la teoría racial crítica hace estragos dentro del partido demócrata y suscita reacciones adversas en las familias en contra de su imposición en la enseñanza primaria y secundaria. Promesas o incluso alardes electorales se han convertido en la práctica en lo contrario de lo que prometían o presumían. La inquina contra la política inmigratoria de Trump ha dado paso a un indiscriminado y desastroso desarbolamiento de la frontera meridional. Las críticas contra las actitudes de la administración anterior frente a la Covid no han llevado a una disminución de víctimas del virus, sino a un aumento, a pesar de beneficiarse desde el principio de las vacunas, gracias a los esfuerzos, nunca reconocidos, de sus predecesores. La ley y el orden han sido machacados por la lenidad y el encubrimiento de la delictiva violencia de los sedicentes antifas y el movimiento Las Vidas Negras Importan. Las ínfulas ecologistas de la predominante izquierda demócrata están costando puestos de trabajo por centenares de miles y encareciendo en más del doble el precio de la gasolina en los surtidores. A todo ello añádase la inflación. Para mayor inri y cegamiento de esperanzas, el partido le impuso a su candidato la selección de una aspirante a la vicepresidencia que fuera mujer y perteneciera a una minoría racial. Kamala Harris además tiene inclinaciones radicales, pero lo peor es que se está revelando como una inútil, incluso a ojos de un número cada vez mayor de sus votantes, que es lo que importa. Las elecciones del medio mandato del próximo año pintan mal para los demócratas.
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