Pesca
Los olvidados
Ha escuchado los nombres de los supervivientes, pero él no está entre ellos. Busca la rutina del encuentro por si ésta tiene más fuerza que el destino mismo
Akua lleva tres días sentada en un banco del puerto con los ojos fijos en el horizonte, en esa línea gris azulada en que se juntan el mar y el cielo. Siempre espera así a su padre, Yaw, cuando sabe que va a volver de esos viajes larguísimos al norte de la Tierra para buscar pescado. Está siempre fuera, echándoles de menos. Dice que lo peor de trabajar en un barco son las ausencias. Tan intensas, le cuenta, como pesados y estrechos los límites del barco, cada vez más pequeño, cada vez más incómodo con ese olor a gasoil al que nunca terminas de acostumbrarte. Ahora ya no huele tanto, pero el peso de la nostalgia, la morriña le dicen en tierra, sigue ahí, presente y afilado. Eso no cambia.
Akua tiene nueve años, y le encanta cuando su padre le cuenta viejas historias del país en que nació, que se llama Ghana y está en África. Historias de horizontes inmensos y tribus en guerra. Le conmueven los relatos de esclavitud, aquellos en los que hombres blancos llegaban en barco a las costas y apresaban a otros hombres para venderlos como animales. Depredadores que acabaron con generaciones enteras de hombres y mujeres durante siglos. En el barco viajaba el mal: de él salían los cazadores y en él se llevaban a sus presas.
Hoy espera que el barco le devuelva a su padre.
Akua sabe que en el mar está el sustento de toda la familia. Yaw era ya pescador cuando tenía su edad, pero quería ir más allá, conocer y vivir esa otra existencia de la que le hablaban otros compañeros del norte, gallegos, vascos, ingleses, franceses. En cuanto pudo se enroló en un barco extranjero y a los veinte años ya estaba trabajando en España. Aquí nacieron su hermano Samuel y su hermana Elena, que se llama como mamá, que es de Vigo y trabaja alguna vez en la tienda de ropa de la Plaza Mayor. Aquí nació ella, y aquí juega y tiene sus amigos y quiere vivir. Y estudiar. Sabe que papá está orgulloso de que quiera ser enfermera para curar a la gente y hacerla sonreír. Hace cuatro días le dijo desde el barco que en una semana ya estaría de vuelta, y ella se puso muy contenta y empezó a pensar qué se pondría para recibir a papá, como siempre, en el puerto, donde esperaría a ver el barco en el horizonte, mientras crecía la emoción a medida que aquel punto lejano iba cobrando forma y se volvía entusiasmo cuando desde la cubierta papá hacía gestos y daba saltos para que supiera que la había visto y que era el hombre más feliz del mundo por volver a abrazarla. A veces era de noche, pero todo se iluminaba.
Akua se ha escapado de casa. Su madre se la llevó anoche casi a rastras después de pasar el día entero en el banco mirando al horizonte y sin decir nada. Ni siquiera a las amigas que fueron a acompañarla y trataron de convencerla de que lo dejara, de que ningún barco vendría esa tarde. Como el día anterior. Desde que escuchó en la radio que el pesquero en el que iba papá había naufragado –conoce el nombre, conoce el barco, ha estado allí muchísimas veces viendo las capturas, aprendiendo a descargar, admirando el oficio de su padre– ha querido ir al puerto a mirar al horizonte, por si la radio miente, o por si su presencia allí puede cambiar el curso de las cosas. Quizá se equivocaron. Ha escuchado los nombres de los supervivientes, pero él no está entre ellos. Busca la rutina del encuentro por si ésta tiene más fuerza que el destino mismo.
Escucha su nombre. Es la voz de su madre. Pero Elena no tira de ella para llevarla otra vez a casa. Ahora se sienta a su lado y le coge la mano. Akua, mi niña, quiero que sepas una cosa. Abre ella mucho los ojos y un puñal como de hielo se le clava en el estómago. Mamá llora. Despacio, es un llanto suave, le parece a ella que como si tuviera miedo de salir. No sabemos si papá está bien o no. La interrumpe Akua. Sí, sí lo sabemos, pero no me lo quieres decir. No va a volver, ¿verdad? Elena se encoge de hombros y la abraza. Vámonos a casa.
En el salón, Samuel mantiene ansioso la mirada fija en la televisión. No dicen nada, mamá. Se sientan los tres frente a la pantalla a esperar algo, no saben muy bien qué. Algún desmentido, un golpe que les saque de la pesadilla. Las noticias solo se ocupan de una pelea entre políticos que parece ser lo más importante que le ha pasado a España en siglos. Todo el mundo habla de eso. Y de la guerra en Europa. Ya no está el naufragio en la tele, como dejó de estarlo en la radio. Bueno, sí. Al final, con unas imágenes de un mar bravo y encrespado, una locutora dice que las labores de búsqueda de los desaparecidos se dan por terminadas definitivamente.
Elena sabe que también va a doler el olvido.
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