Guerra en Ucrania

Agonía ucraniana

Putin mintió y mintió y mintió, ¿pero eso qué importa? La guerra es ocultación y engaño. Ya lo dijo Sun Tzu hace veintiséis siglos: hacer creer al enemigo que eres débil, cuando eres fuerte, y al revés. Dijese una cosa o su contraria, no engañó a nadie porque nadie lo consideraba creíble.

La toma de Donbáss hace tres días, envuelta en un delicado ritual, resultó una magnífica maniobra de distracción. Primero la duma reconoce la independencia de esos territorios. Ya no son Ucrania. Ya son estados soberanos. Luego le piden al presidente ruso que los ayude militarmente, cosa que nunca ha dejado de hacer desde que iniciaron su rebeldía en 2014, y la duma le concede la correspondiente autorización, con lo que fuerzas rusas entran en los nuevos pequeños países vaciados de su población y que nadie más que Rusia reconoce. Y mientras el mundo se queda haciendo cábalas sobre si Putin se contentará con eso o incluso lo utilizará como palanca para, demostrando de lo que es capaz, conseguir todo lo que pide en una nueva ronda de relajante diplomacia, reiniciada gracias a su benevolencia.

Incluso con sus tropas arrasando todo lo que se les opone, no deja de hacer alardes de moderación: pasada la media tarde dice que sólo ataca objetivos militares, que lo suyo es cirugía estratégica de precisión. Con las noticias fragmentarias e impresionistas que nos llegan, no hay forma de verificarlo, pero tiene todo el sentido del mundo, si es capaz de discriminar con tanta finura. La sangre es instrumento de terror, pero también de rechazo, sobre el terreno e internacionalmente.

Una vez más la pregunta vuelve a ser. ¿A dónde quiere llegar Putin? ¿Cuál será su siguiente movimiento? Y de nuevo se puede apostar por una limitación en sus aspiraciones: No incorporar Ucrania a la Federación Rusa. Conformarse con la “bielorrusificación” del país: un régimen como el del corrupto dictador Lukachenko, que le permite invadir desde su territorio a un país vecino. Al fin y al cabo es lo que ya tenía Ucrania cuando la “revolución de la dignidad” del 14 derribó a Yanukóvich, el corrupto y arbitrario hombre de Putin en Kiev, que se había hecho elegir cuatro años antes, después de que alguna mano rusa hubiera envenenado al reformista Yúshchenko, el hombre que encarnaba la revolución naranja, en la época de las revoluciones de los colores. Ese estatus de camaradería, afinidad y dependencia puede muy bien ser lo que más convengan al amo del Kremlin y ya está tratando de implantar en las repúblicas centroasiáticas, lo que ya es una realidad en Kazajstán, donde hace un mes las tropas rusas salvaron al presidente de la indignación popular.

Y una última apostilla. Cuando se negociaba la desintegración de la URSS se le exigió a Ucrania que entregase a Rusia las armas nucleares soviéticas en su territorio. El gran analista estratégico Colin Gray comentó que si él fuera ucraniano se negaría a hacerlo. ¿Habría atacado hoy Putin si los ucranianos las hubieran mantenido en su poder?