Pablo Casado

La condición humana

Los políticos pasados y futuros repiten los caracteres que dibujaba Shakespeare al retratar la crueldad como fruto de la ambición

Casado devorado por los suyos. Ese es el espectáculo al que asistíamos entre atónitos y expectantes, cuando se nos apareció la guerra y puso las cosas en su sitio. Creíamos que era cruel y sanguinario el modo en que hacían despojos de su rey los que le aplaudían aún con el machete entre los dientes, y va Putin y se mete a sangre y fuego en Ucrania para cumplir su sueño imperial y demostrarnos que en eso de la crueldad hay grados, y lo de aquí no deja de ser un gaje del oficio.

Del tiro en el pie y el suicidio político individual, hemos pasado en dos días al fuego de mortero y el asesinato de civiles por decenas.

Ana se aparta en un instante de la fascinación de las imágenes de guerra que vomita la pantalla de la televisión –siempre nos subyugan los perfiles de la devastación– para detener sus pensamientos en esa gradación de la crueldad, marca biológica específicamente humana, que, salvados los crímenes y las psicopatías, parece alcanzar su más extenso abanico en la política y sus juegos de poder. Shakespeare, que debe su gloria a su inaccesible capacidad de conocer y retratar la condición humana, se ambientaba en la política o los negocios para retratar la crueldad. Piensa Ana, que enseña literatura en un instituto público, en Yago, borracho de odio y de despecho, al contemplar la destrucción lenta, como una incineración por brujería, de un Pablo Casado que aunque ha ganado tiempo se sabe ya con inamovible fecha de caducidad. Piensa en Ricardo III o en Macbeth al contemplar al tirano de Moscú imponer su sueño y ambición personal por encima del pueblo ruso, convertido hoy en legión de súbditos más que en armónico colectivo de sociedad democrática.

Los pueblos son las víctimas de los tiranos, pero también de sus guerras y de las acciones que el enemigo despliega contra él. En la deflagración cainita del Partido Popular, hay víctimas, algunas gotas de sangre, traidores y hasta supervivientes, pero los daños no rebasan el territorio en que se libra la batalla. En el grado supremo de crueldad de la política, las víctimas se cuentan por miles o millones y casi todas son inocentes.

Suelen lamentar los políticos, más a menudo cuanto menor es su posición en la escala de poder, que el suyo es un oficio cruel, que la política es desagradecida y te maltrata. Pero Ana se pregunta si tienen en cuenta lo que de maltratadora e ingrata resulta para quienes somos el objetivo de su acción, el supuesto fruto de su esfuerzo encaminado al bien común. Su gestión de la cosa pública es a menudo bastante más cruel que el carácter de su profesión, incuestionablemente cainita por interesada. El poder, supongo. Tiene esas cosas: lo disfrutan cuando lo poseen, pueden ser sus víctimas al perderlo.

Constata Ana la evidencia de que la historia vuelve a brindarnos pruebas palpables de que las relaciones en la élite de poder no cambian nunca. Ni lo hacen demasiado los pueblos que las sufren.

Se imagina cómo debe ser un tipo capaz de humillar públicamente, ante todo el mundo en sentido literal, a uno de sus hombres de máxima confianza. Tiene en mente el episodio que hace unos días vio en internet en el que Vladimir Putin aprieta hasta convertirle en un ser minúsculo a Sergey Narishkin, el responsable de Inteligencia Exterior, una suerte de jefe de espías en el extranjero. Un colega, vamos. Pública humillación no solo retransmitida a su país, sino debidamente empaquetada con edición de lujo para que las redes sociales disfrutaran también del espectáculo. Un tirano sádico, concluye Ana. Un rey sin majestad que ejerce tratando como súbditos a sus ciudadanos y como enemigos a los que de entre ellos osan discrepar. Y siendo ejemplar, que hay que ver cómo disfruta pisoteando a su funcionario que refleja en su rostro el miedo más primario.

No le sorprende que alguien que goza con la zozobra ajena y lo exhiba no tenga inconveniente en descender a lo más bajo de la condición humana para alcanzar lo que ambiciona por encima del poder: la trascendencia, el aplauso de la Historia.

Los políticos pasados y futuros repiten los caracteres que dibujaba Shakespeare al retratar la crueldad como fruto de la ambición. Hay grados, como esta semana hemos vuelto a ver. Pero el rasgo es común, eterno e universal.

No descubre Ana nada nuevo. No hay sorpresa en su conclusión, sino simplemente una constatación que, ciertamente no le resulta cómoda.

Regresa a la atención de la pantalla. La presentadora da paso a declaraciones de personas en las calles de Kiev que confiesan su decepción porque Occidente les ha dejado solos. Se pregunta un comentarista para qué sirven la ONU, la OTAN, la Unión Europea y todos esos criaderos de funcionarios nacidos tras la última gran guerra, si un nuevo Hitler puede impunemente repetir acción e intenciones.

Nada cambia. Excepto para los ucranianos. Hace unos días planeaban su fin de semana. Hoy, cómo sobrevivir.