Ucrania

Rojo, verde, blanco

Salvo por el dolor, que los devuelve momentáneamente a la crueldad de lo real, los niños son capaces de reír en los hospitales, jugar en plena enfermedad o divertirse en mitad de la guerra

Los bombardeos eran su ilusión. Salvo por el dolor, que los devuelve momentáneamente a la crueldad de lo real, los niños son capaces de reír en los hospitales, jugar en plena enfermedad o divertirse en mitad de la guerra, rebuscando entre los escombros un orinal viejo o los cubiertos de la cocina. Así que la niña Ingeborg, que no quería acostarse, como ningún crío, desafiaba a mi abuela Käthe: «Que no me acuestes, mami, van a venir y tendrás que levantarme». E indefectiblemente –los bombardeos aliados comenzaban entre las nueve y las diez, puntuales– la despertaba la madre en aquella gélida habitación, donde los cartones hacían de ventana (los cristales habían saltado hacía mucho), la envolvía en el edredón y la bajaba al sótano. La casa era de nueva construcción, de 1939, y contaba con un búnker, un portón de seguridad y una escalerilla de emergencia por la fachada. Y allí era la ilusión de la cría, que usaba una pequeña linterna de tres colores para iluminar de verde las literas donde descansaban los viejos, de rojo las paredes, de blanco el barreño de metal que alguien habían colocado contra la pared. Había quien tenía al marido en el frente, otros, a los hijos. En el 40 había llegado a su casa la carta lacónica del ejército, explicando que Heinz había caído en el frente, en la invasión de Francia, así que ella se había convertido en hija única de esa pareja mayor, que la tuvo con más de cuarenta años. Al subir, antes de meterse en las camas, comprobaban que no hubiese proyectiles abandonados y miraban desde la puerta el lento evolucionar de las gentes que –ya sin casa– huían del centro de Hamburgo, siempre más castigado, tirando de una carreta de madera o un cochecito de muñecas en el que habían apilado lo poco que apresuradamente habían rescatado de los edificios en llamas. A Ingeborg Schlichting las noticias de estos días del niño Igor, escondido en un sótano de Kiev, o de los críos que huyen de Mariúpol intentando aprovechar el corredor humanitario, le hacen pensar que la historia es circular, como pretenden las grandes sagas indias. Que el final es el principio y todo gira y gira hasta el infinito. «Donde haya dos seres humanos, habrá guerra» se le escapa de entre los labios. Rojo de las conversaciones de los viejos, que siempre tienen un ser querido en el frente. Verde de las literas, abarrotadas de personas intentando inútilmente descansar mientras suenan las alarmas. Blanco como la mirada del niño, de la niña que fue mi madre, que conserva un azul límpido de asombro en la mirada, pero con un dolor viejo como el mundo.