Concreto, visible

Este próximo sábado se cumplirán exactamente ciento treinta años de la muerte de Walt Whitman, uno de los poetas más imprescindibles de la Historia de la literatura. Recuperar su voz puede que sea más necesario hoy que nunca. Un amigo me decía el otro día que son estos tiempos oscuros, pero no creo que sea esa la calificación exacta de la época presente. Pienso más bien que nuestra actualidad es la de unos tiempos particularmente estúpidos, de ese tipo de estupidez boquiabierta que se paraliza ante el brillo refulgente y luminoso de la quincallería intelectual.

La pandemia, al menos, ha agitado esa visión de abalorios y como mínimo nos ha despertado a algunos aspectos que continuarán siempre, prosaicamente evidentes, en nuestra realidad. Uno de ellos es la monótona lucha eterna que nunca se acaba entre la autocracia y la democracia. La democracia siempre poseerá un ritmo marino, secular, naturalísimo. Es la preclara creencia de los hombres sobre que, íntimamente, todos nacimos iguales con un equipamiento moral de serie. Todos nos hemos enamorado alguna vez en algún lugar espacial o temporal. Todos también hemos sufrido alguna vez y por eso comprendemos instintivamente la compasión. Walt Whitman es el poeta de la democracia por antonomasia y es también el cantor del ecologismo junto a Emerson, Thoreau y Stuart Mill. Los lechuguinos que piensan que el campo es solo una buena causa, deben agendar urgentemente una cita a ciegas con las páginas de «Hojas de hierba» para entender que al arte –ya desde 1855– avisaba del destrozo. Lo que pasa es que a los artistas nunca se les hace caso, porque están considerados como soñadores de mal vivir.

Whitman fue recadero, tipógrafo, periodista, maestro de escuela, regente de una papelería, carpintero, albañil, enfermero y oficinista. La voz que habla al lector desde sus poemas recorre los caminos, se baña en los ríos, ejerce todos los oficios. Es la democracia y ahí sigue. A tu disposición.