Sociedad

La última anacoreta

La casucha prefabricada no tenía calefacción y dormía siempre con la ventana abierta, aunque de las alturas del Urbión y la Cebollera bajara un viento helador

Todos la conocían en El Valle, la comarca soriana al pie de la Cebollera, como la monja Juliana. Llevaba allí media vida. Era belga, de Gante. Vivía en una cabaña en el rincón de un prado en Molinos de Razón. Se la había proporcionado una familia compasiva de Sotillo. Se negaba, cuando le pesaban ya los años y aumentaban los achaques, a volver al monasterio. Era una mujer rebelde. Prefería vivir sola, en medio de la Naturaleza, rezando, leyendo, cultivando su pequeño huerto y oyendo música clásica, Mozart, Händel y Bach mayormente. Una nube le privó pronto de la visión de uno de sus ojos, azules como el cielo acerado de Castilla. Ya no podía viajar en la vieja bicicleta a los pueblos vecinos a oír misa o comprar el pan. Era vegetariana. Un día desapareció su frágil y familiar figura de hábitos azules pedaleando por la carretera.

Empezaron a fallarle las piernas. Casi no podía andar. Ella, arrastrando el cuerpo seguía su rutina. Se acostaba después de rezar Vísperas y se levantaba a las 4 de la mañana a rezar Maitines. Dormía en el suelo. Al fondo de la vivienda tenía un pequeño oratorio. La casucha prefabricada no tenía calefacción y dormía siempre con la ventana abierta, aunque de las alturas del Urbión y la Cebollera bajara un viento helador. La monja Juliana no se encerraba en sí misma. Estaba al día, llena de curiosidad. Y sufría con el sufrimiento del mundo. Cuando lo de Irak ofreció su vida a Dios para que cesara la guerra. Cada hora escuchaba las noticias en un pequeño transistor. Si te acercabas a su humilde morada, se interesaba por todo. Podías encontrártela leyendo a Kierkegaard o lo último de Hans Küng. Le caía bien el papa Francisco. Su vida se regía por el imperio de la conciencia.

Un día de mayo de 2016 vinieron a buscarla. Al borde de los 90 años, ya no podía caminar, a pesar de su buena salud general. Esta vez no se resistió. Sólo repitió un tanto desolada: «No puedo vivir lejos de la Naturaleza; yo tengo vocación de anacoreta». Algunas vecinas de los pueblos cercanos acudieron a despedirla. «Juliana –le preguntaron– ¿quieres que te preparemos la maleta?». Y ella se echó una carcajada. «¡No tengo maleta! ¡No tengo nada!». Sólo su pequeña radio, sus casetes de música y unos cuantos libros.

He aquí una mujer digna que interpela en silencio a este mundo desbocado y ruidoso. Me acaban de confirmar que la monja Juliana sigue viva, cuidada por sus hermanas en el monasterio cisterciense de Toledo.