Opinión
La última Majestad
Carlos III ha heredado el trono de Inglaterra pero ahora tendrá que ganárselo
Estaba en todas partes: en la entrada de una tienda de souvenirs en tamaño real, saludando desde los balcones, estampada en tazas de café, en las monedas o en los sellos; y desde su fallecimiento, Isabel II está en los televisores de prácticamente todo el planeta. Es difícil encontrar una figura internacional que concite este nivel de adoración que no entiende ni de naciones ni de lenguas. El barón Willam Hague, el ex ministro de Exteriores de David Cameron, escribía esta semana en «The Times» que vio con sus propios ojos cómo Barack Obama, uno de los presidentes estadounidenses con mejor oratoria, se ponía visiblemente nervioso cuando tenía que pronunciar un discurso ante la reina Isabel II. O cuando el ex presidente francés, François Hollande, pidió introducir unos cambios en su «speech» después de leer el que iba a dar la soberana. El suyo no estaba a la altura.
La concentración de mandatarios extranjeros y casas reales que se va a producir estos días en Londres demuestra que el poder diplomático de la difunta reina va más allá de poner en guardia a los hombres más poderosos del mundo. Reino Unido puede comprobar una vez más que se beneficia de una monarquía parlamentaria que cuenta con un enorme prestigio internacional a pesar de las turbulencias políticas. Isabel II ha sido la mejor embajadora de Reino Unido durante 70 años, como el Rey Felipe VI y antes su padre (guste o no) lo ha sido de España. La corona es un activo de incalculable valor para una política exterior, británica o española, exitosa. Los países que no tienen monarquía no pueden inventarse una, aunque haya presidentes (véase el francés Emmanuel Macron) que tratan de darse un aire real, pero Reino Unido y España sí pueden disfrutar de una jefatura del Estado que garantiza un orden constitucional y un marco de convivencia en el que las mayorías democráticas se sienten representadas. La reina ha encarnado la continuidad de la monarquía y una institución inmutable en un país marcado precisamente por lo contrario, por una agitación política y social sin precedentes. Una vez superada esta comunión de duelo nacional, el nuevo rey tendrá que enfrentarse a un legado difícil. La «madre de todos los parlamentos» ofrece desde hace unos años un espectáculo poco edificante que recuerda a la particular inestabilidad política de Italia. Liz Truss es el tercer primer ministro que llega a Downing Street sin haber pasado por las urnas.
Reino Unido todavía sufre las sacudidas de su divorcio con la UE a nivel económico. La crisis energética derivada por la guerra de Ucrania afecta a todos los hogares. Casi 9 millones de familias se encuentran en situación de «pobreza energética» y este invierno se verán obligados a elegir entre comer o calentarse. La inflación augura un otoño del descontento que pondrá a prueba los cimientos de esta gran nación. Todo esto está alimentando una crisis de identidad que se viene gestando desde hace años. Reino Unido, cuyos dirigentes no dejan de apelar al orgullo nacional, aspirar a restaurar una grandeza perdida. La Commonwealth, un organismo que agrupa a 56 países amigos, busca renovarse en la «Global Britain», pero la muerte de Isabel II agita las tentaciones republicanas. Carlos III ha heredado el trono, pero ahora tendrá que ganárselo.
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