Alfredo Semprún

Argentina vuelve a darle a la máquina de hacer billetes

Ahora que el Gobierno argentino se dispone a darle vueltas a la maquinita, viene a cuento la sentencia genial del economista español Daniel Lacalle: «Si imprimir moneda fuera la llave de la prosperidad, Zimbabue sería el país más rico del mundo». Pero no. El recurso a la inflación no es más que un medio para ir tirando, hasta que se derrumba el castillo de naipes. Argentina como paradigma. La Casa Rosada ha aprobado por vía ejecutiva una ampliación del Presupuesto de 2014 de 23.535 millones de pesos (2.133 millones de euros) con la excusa de que tiene que atender gastos extraordinarios como el pago de la expropiación a Repsol o las pérdidas de Aerolíneas Argentinas –dos negocios ruinosos del ministro Axel Kicillof, ese izquierdista «vintage» elevado a valido de Cristina Fernández–, pero ante la ventanilla de cobros la fila de aspirantes ya da una vuelta a la manzana. Por ejemplo, el Senado argentino se ha quedado sin dinero para pagar los gastos de personal. Y no es cuestión menor. La Cámara Alta tiene 73 escaños y una plantilla, entre funcionarios y personal contratado, de 5.700 personas. Senadores hay que cuentan con 50 asistentes, amén de gastos para viajes. El Congreso, con 257 diputados, tiene en plantilla a 5.454 empleados, más gastos de representación. Hay que imprimir mucho billete para cubrir a tanto cliente, en el sentido más clásico del término, y, además, hacer frente a las subvenciones de todo tipo que camuflan el desastre del mercado laboral. El problema es que los dólares o los euros los imprimen otros y son imprescindibles para importar gas y petróleo, ya que Argentina ha sido incapaz de desarrollar todo el potencial de su industria energética. La penuria de divisas, pese al férreo control cambiario, se agudiza. El precio de la soja, principal producto de exportación, ha caído en los mercados internacionales y las barreras arancelarias, que tanta admiración despertaban en la francesa Marine Le Pen, han acabado por irritar a sus vecinos –con Brasil a la cabeza–, que también tienen una larga tradición en ponerle trabas al comercio ajeno. Así que el panorama, «pavadas atómicas» al margen, presenta todos los ingredientes del suflé que se deshincha: recesión, inflación desbocada –un 40 por ciento, la más alta después de Venezuela y Sudán del Sur–, y un calendario electoral que desaconseja cualquier medida de ajuste. Y sin embargo, la culpa siempre es de los otros... De los «fondos buitres», del FMI, de los yanquis, de los colonialistas españoles o del sionismo mundial. Uno se pregunta de dónde viene esa jactancia, ese aire de superioridad moral en unos individuos que a la que te descuidas te ponen a hacer cola para comprar frijoles o papel higiénico. Esa izquierda, auténtica fotocopiadora de fracasos, que unas veces pacta con la oligarquía y, otras, simplemente, la suplanta. Y, por lo menos, Axel Kicillof tiene glamour y ha leído a Keynes, aunque no lo haya entendido del todo. Lo que nos recuerda que en Venezuela, Nicolás Maduro se prepara para «intensificar la revolución», visto los buenos resultados económicos y financieros que está dando el modelo socialista. De momento, piensa subir los precios de la gasolina, la más subvencionada del mundo, para reducir el enorme déficit fiscal y cubrir los compromisos sociales adquiridos. La medida requiere mucho valor, porque el venezolano medio se siente copropietario del crudo que brota de las entrañas de su tierra y el aumento le va a herir en lo vivo. Pero es que la burbuja ha estallado y ya no hay de donde sacar. Hasta el maná del petróleo se ha vuelto escaso.