Francisco Nieva

El arte de meterse en la piel del otro

El magnífico ensayo de Diderot «La paradoja del actor» nos convence de cuán difícil es dicha profesión, necesitada de una preparación técnica y una especial colocación y proyección de la voz, bajo la supervisión de un foniatra, expresión corporal y facial, así como lecciones sobre la historia y las costumbres vernáculas del teatro.

El actor debe fingir magistralmente «lo que no es él» en su realidad cotidiana, y en esta facultad reside su mérito profesional en el teatro, para lo que ha de desarrollar un trabajo de observación y estudio de muy diferentes comportamientos, mentalidades y caracteres que se dan en la realidad. Para mí, que soy dramaturgo, el mejor ejemplo que puedo arbolar es el del gran actor británico Laurence Olivier, que pasó varios meses tratando de adquirir una voz y una entonación «de negro» para interpretar a Otelo con la mayor veracidad. Llevo muchos años en el teatro para saber estimar este esfuerzo de concentración observadora y mimética del gran actor, y he tenido la suerte de dirigir a algunos que lo eran de un modo superior, como José Bódalo o Guillermo Marín. Pero he aquí una seria contradicción y una nueva paradoja del actor, al comprobar a lo largo de la historia del teatro un fenómeno bien distinto: El actor –o actriz– que no interpreta, que siempre es «él mismo», dotado de una gracia, de un tipo y una voz bien particulares, lo que en la profesión se define como ser actores de figurón y tener tonillo.

He conocido y aplaudido también a grandes glorias de la escena que lo eran por eso mismo, por representarse constantemente a sí mismos. No tengo más que citar a Loreto Prado y a Valeriano León, para los que el eximio Arniches escribió papeles a la medida y fueron germen de su inspiración. Así, Valeriano fue un memorable Padre Pitillo o el Tío miseria, con su tonillo y gestualidad particulares. Y Loreto, comenzando por la protagonista de «Alma de Dios», un buen elenco de heroínas, desde una modesta costurera a una «chica bien», que el público celebraba con entusiasmo.

Y así son –en vistas de alcanzar los mismos resultados– las nuevas estrellas de TV en sus series habituales, dedicadas a un público mayoritario y popular. Tipos fijos y estereotipados que el público considera como de la familia. Sin embargo, este nuevo género de actor habla deprisa, con vehemente sinceridad, aunque sin impostación alguna, sin matizar y, a veces, cuesta trabajo entenderle. En puridad, y según mi criterio conservador, es un mal actor, cuya naturalidad es también convencional, falsa, forzada; pero se le entiende por intuición, porque ya forma parte de esa impuesta familia televisiva, y es –con sus congénitos y particulares defectos de nacimiento– suegra, cuñada, primo, sobrino, nieto de nuestras noches de ocio, a los que se admite simpáticamente, con generosidad familiar y paternal. No deja de ser interesante y desorientadora esta nueva paradoja del actor.