Francisco Nieva

El gran libro robado

La Razón
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Todavía tiemblo cuando pienso en ello. Yo he tenido en mis manos un gran libro robado de la Universidad de Oxford. «Hijas de Albión» era su título. Un ejemplar único, enteramente escrito y dibujado por William Blake. Un compañero de la Casa de España, en París, me lo confesó. Hacía más de doce años que lo tenía en su poder, pero sumergido en una cisterna de la sala de máquinas, cuidadosamente envuelto en piezas de plástico, que en nada le dañaron. No lo robó por amor al arte, sino por codicia. Un marchante de obra robada, residente en Argentina, podía pagarle un fortunón, pero durante doce años lo evitó. Había sido lector de español en aquella universidad, y como se sospechaba de él, fue duramente interrogado, pero resistió. Molestaron a su familia y amigos, pero se perdió todo rastro del libro.

–«Me siguen vigilando, no puedo vivir. Lo quiero devolver, pero no sé cómo, y te pido que intercedas por mí. Habla con el director, el profesor Maragall. Pídele que él lo devuelva en el mayor secreto, sin delatarme. Sácame de este infierno. El director te quiere y estima mucho y te encarga trabajos de decoración. Ten caridad de mí. Yo no se lo puedo confesar, me muero de vergüenza. No sé cómo ni por dónde empezar. Jura que me vas a hacer este favor».

Y yo se lo prometí. Terminé hablando con Maragall, que me echó una bronca tremenda.

–«Tengo un pupilaje de ladrones. Son ustedes unos desalmados. Venga, déme ese libro y ya veré lo que puedo hacer».

Finalmente lo hizo muy bien. El inesperado hallazgo del libro salió en los periódicos de medio mundo. Lo entregó como secreto de confesión al capellán de unas monjas inglesas. Mi amigo, que estaba relacionado con Jean Vilar, director del Teatro Popular de París, me lo pagó bien: me gestionó un buen trabajo de escenografía.

Lo que más recuerdo de aquella aventura fue la noche en que me mostró aquella joya bibliográfica, ya desenvuelta de los plásticos que la protegían. Era (¿cómo no?) una obra maestra, un tesoro ejemplar. Me latía con fuerza el corazón, me sentía un encubridor, tanto y más culpable que el otro. Nunca había tenido nada tan valioso entre mis manos, y me sentía un dichoso ladrón de sensaciones inefables. Ya seguro de mi promesa restitutiva, dormí con el libro maravilloso bajo la almohada. La peripecia de aquel libro la viví como una gran pasión amorosa, y así siempre la recordaré.