César Vidal

Lázaro en África

Entre las parábolas más llamativas de los Evangelios –es la única en que la que aparecen nombres propios– se encuentra la del hombre rico y el pobre Lázaro. Su texto, debido a un maestro del griego como Lucas, incluye juegos de palabras intraducibles. Por ejemplo, el término para «pobre» suena similar a «escupido» y, ciertamente, en el texto hay mucha saliva. En primer lugar, la del rico que banqueteaba a diario sin pensar en Lázaro y escupiéndolo moralmente y, luego, la de los perros que lamían las llagas del indigente mostrando más compasión que el acaudalado personaje. Por si esta columna la lee alguna víctima de la LOGSE, recordaré que Lázaro murió y fue llevado al seno de Abraham mientras que el ricachón fue trasladado al Hades donde sufría insoportablemente. Hallándose en esa situación, el otrora acomodado ciudadano solicitó de Abraham que Lázaro lo ayudara, pero el patriarca le respondió que entre ambos existía un abismo que ya no se podría cruzar. Naturalmente, los partidarios de trazar mapas del más allá alegarán que se trata de un foso existente entre el cielo y el infierno, pero, sinceramente, creo que Jesús no iba por ahí. En realidad, la noticia que se le daba era la de que, a lo largo de su vida, se había ocupado de cavar una zanja inmensa que le salvaguardara de la fetidez, la enfermedad, la indigencia y la desgracia de Lázaro. Debía ser una fosa considerable, como en algunas urbanizaciones de lujo, porque no se percató mucho de que aquel infeliz se consumía miserablemente a su puerta. Ahora, al otro lado, aquella separación, que pudo eliminarse tiempo atrás, se había convertido en infranqueable. Creo que cualquier persona que no tenga una piedra por corazón captará la inmensa actualidad de la parábola, aunque, si no me engaño, son pocos los que están dispuestos a tender una mano al otro lado del abismo. A decir verdad, se enteran de que existe cuando por encima de él vuela imparable el virus del ébola. Quizá sea ahora el momento de que nos tomemos la molestia de mirar hacia esa parte del mundo donde la gente muere por millones en guerras civiles provocadas por imperios de ayer y hoy sin que nadie pronuncie una palabra porque no hay petróleo del que apoderarse y nadie escuchará a los que gritan. Desde luego, aterra pensar que, un día, en la eternidad, nos encontraremos al otro lado de un foso cavado para que Lázaro perezca sin molestarnos en África.