César Vidal

Los errores de cálculo del presidente demócrata

Obama ganó su segundo mandato con un mensaje de apoyo claro y decidido a la clase media. Rehuyendo tópicos populistas, logró convencer a la mayoría de los votantes de que Romney sería el presidente de las grandes fortunas, algo nada alejado de la realidad, mientras que él se centraría en ayudar a ese sector de la sociedad que alguna de las ideólogas más notables del Partido Demócrata ha definido como «frágil». Durante las primeras semanas tras el triunfo electoral, Obama no sólo conseguía un 54% de aceptación –un porcentaje espectacular si se compara con las medias europeas– sino que, por añadidura, el Partido Republicano parecía más dividido y confuso que nunca. En medio de ese clima optimista, Obama afirmó públicamente que su mandato era «para ayudar a las familias de clase media y a las familias que trabajan con tesón para entrar en la clase media». Incluso entonces se permitió señalar que equilibraría las cuentas –una tarea casi colosal dado el estado en que las dejó George W. Bush– y se enfrentaría adecuadamente a un desafío como el de la inmigración. Seguramente, era sincero, pero dos años después, el panorama no se presenta especialmente halagüeño. Por un lado, están los problemas dentro de su propio partido. Al igual que sucede con los republicanos, los demócratas llevan años sufriendo un proceso de radicalización que señala a Obama no como al socialista que pretende la oposición sino como un conservador que no ha sido capaz de cerrar Guantánamo, que ha bombardeado siete naciones en cinco años –un verdadero récord para un Nobel de la Paz– y que a duras penas está evitando que la nación se vea sumida en una nueva guerra, cuando las de Irak y Afganistán no han concluido. A su vez, los republicanos insisten en presentar a Obama como a un presidente débil que está permitiendo actuar impunemente al Estado Islámico o a Putin y que no es lo suficientemente cercano a Israel. Lo primero no es cierto y lo segundo es un disparate porque ningún presidente ha dado tanto dinero al Estado de Israel ni ha nombrado, como Obama, jefe de gabinete a un judío que tiene la doble nacionalidad israelí y norteamericana. Obama, a decir verdad, no ha realizado una política exterior muy diferente a la de Bush, pero se ha visto frenado por el coste. Por citar sólo un dato, el gasto de la guerra de Irak hace un lustro ya superaba el de la Seguridad Social para medio siglo. Algo semejante sucede con la inmigración.

Obama ha repetido una y otra vez que será comprensivo con un drama que afecta literalmente a decenas de millones de personas, pero, a la vez, ha sido el presidente que ha procedido a deportar más inmigrantes en toda la historia de Estados Unidos. El resultado es que sus adversarios lo acusan de ser un irresponsable que practica una política de puertas abiertas –lo que no es cierto– y los hispanos se sienten desilusionados por su comportamiento. Ni siquiera sus proyectos estrella como el «Obamacare» han resultado bien. La situación de la Sanidad en Estados Unidos, se mire como se mire, deja mucho que desear cuando se la compara con la de las naciones de la Unión Europea o el mismo Canadá. Obama ha intentado crear un sistema de asistencia médica universal, pero, a la vez, no se ha atrevido a enfrentarse con los poderosísimos «lobbies» de la sanidad. El resultado es que la Sanidad es universal, pero las facturas se pagan a la medicina privada. De esa manera, Obama ha logrado unir lo peor de ambos sistemas. De hecho, hasta ha conseguido que se perjudique la situación de no pocos trabajadores a los que las empresas contratan ahora por menos horas a la semana para no tener que pagarles el «Obamacare».

Para colmo, los ciudadanos han comenzado a asociar a Obama con una muy desagradable sensación de inseguridad. Es cierto que la recuperación económica es un hecho como también el descenso del desempleo, pero son millones los que piensan que el territorio nacional ha dejado de ser seguro. Que un personaje como Edward Snowden pueda revelar los más oscuros entresijos de la política norteamericana, que los terroristas islámicos decapiten a un norteamericano aunque sea en el otro extremo del mundo o que haya muerto en Dallas un enfermo de ébola han dañado la imagen de Obama de manera difícilmente reversible. Las elecciones al Legislativo y al Gobierno de los Estados no alteran esta situación siquiera porque nadie que tenga menos del 60% del Senado puede oponerse al poder de la Casa Blanca, pero, consideraciones electorales aparte, todo da a entender que el segundo mandato de Obama concluirá en medio de la desilusión –quién sabe si de la ira– de amigos y enemigos.