Francisco Nieva

Los toros

Las impresiones o sentimientos de la infancia y la adolescencia son determinantes en el desarrollo de una personalidad. La Fiesta Nacional lo es para una muchedumbre, y desde pequeño, yo he sido un tanto agorafóbico.

Cuando mi niñera me sacaba de paseo, me decía: –«Vamos allá, donde haya gente». –«No, con la gente, no, que gritan y me asustan». –«No seas tonto, la gente es divertida, y de la gente salen los novios. Tú no quieres ir con la gente, porque no quieres que me salga un novio. Pues no soy menos que las demás. Anda, vamos allá».

Aquello me crispaba, me infundía un raro temor. La populosa fiesta de los toros también me impresionaba negativamente. Mi padre era un abonado al tendido 2, de barrera, en la Plaza Monumental de Madrid, y muchas veces me llevaba consigo. Al parecer, y según él, yo pude presenciar memorables faenas de Arruza y de Manolete, pero ninguna recuerdo con exactitud, aunque sí el clima de tensión, los olés estentóreos de la muchedumbre, los toques de corneta en los cambios de tercio, a guerra, violencia, sangre en la arena... Yo asistía a una ejecución capital, la tortura y la muerte de un toro, de un pobre animal. La suerte de varas me horrorizaba, los puyazos a la bestia lo debilitaban para facilitar el trabajo mortal del diestro, que era aplaudido y vitoreado por sus desplantes y presumidas filigranas, odioso verdugo, vestido de tabaco y oro. Yo empatizaba con el pobre animal y era un espectáculo traumatizador para un niño, una sangrienta iniciación a algo que va contra toda racionalidad. ¡Vaya un modo de sentirse español! Yo acepto la siesta, el agua de botijo, la Zarzuela... pero los toros, no. Cosa bárbara y primitiva es la dichosa Fiesta Nacional, indigna de una nación civilizada, y vergüenza para la Humanidad.

Desde que tenía 18 años me rondaba siempre la idea de escribir una buena pieza antitaurina y que, por el contrario, fuese una especie de rapsodia española de los géneros teatrales de tradición, desde los entremeses de Cervantes a la revista, pasando por el drama rural.

Ya había comenzado «Coronada y el toro» cuando me vino la propuesta del Teatro Massimo de Palermo para realizar una «Carmen», decorarla, vestirla y dirigirla en los mismos términos que Franco Zeffirelli, cuya carrera internacional se desplegó a partir de los encargos de dicho teatro. Puede decirse que renuncié a mi proyección internacional por escribir «Coronada y el toro».

Esto da la medida de mi pasión por el tema. La escribía casi en un estado de alienación y, por suerte, resultó ser una buena obra, acaso lo mejor que pudo salir de mi pluma hasta entonces. Yo entregué ese manuscrito al director José Luis Alonso y éste me sorprendió un día diciéndome: –«He pensado que esta pieza la dirijas tú». Nunca estaré bastante agradecido a ese gesto de generosidad por parte de tan destacada figura de nuestra escena.

Y, en efecto, yo la dirigí e hice sus protagonistas a Esperanza Roy y José Bódalo, que estuvieron impresionantes en su interpretación, además de un reparto brillante y muy profesional. Hice un decorado y un vestuario fantásticos y en los que me recreé durante mucho tiempo. Todo ese material se expone ahora en el Museo Nacional del Teatro, en Almagro.

Aunque la pieza se aplaudió mucho la noche de su estreno, yo creía que había sido un fracaso encubierto y la desazón no me dejó dormir. Pero, a la mañana siguiente, se presentó en casa el crítico José Monleón, seguido por algunos discípulos suyos, que me refrendaron el acierto de «Coronada...», una obra desmesurada y fuera de todo patrón. Aquello me devolvió la vida y hube de confiar más en mí mismo, me prometía mejorar y escribir algo parecido, si no superior. Y así, le llegó el turno a Salvator Rosa, de todas, la mejor.

El éxito de «Coronada...» facilitó que, finalmente, figurase en la Enciclopedia de los Toros, que dirigía Cossío, junto con «La cornada», de mi colega Alfonso Sastre. Allí figura una reseña y una ilustración, el figurín de Maraúña, el torero que sacan de la cárcel para fracasar de nuevo y volver a ella. Me inspiraban los torerillos de Zuloaga y de Solana y su fracaso marchoso y desafiante. Que la pieza tuviera suerte y estuviera bien no me resarce de mi oposición a los toros, mi franca repulsa a su celebración por toda España, su implícito sadismo, su feroz y primitiva crueldad. Los toros enseñan el arte de matar con arte, una zafiedad que me consterna y me avergüenza de ser español.