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La Razón
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La Torre Eiffel, iluminada en rojigualda porque Rafa Nadal se ha coronado por décima vez rey de Roland Garros. ¡Santo cielo, una corona que no levanta ampollas al lado de la Bastilla! El Empire también adquirió los colores de la bandera española cuando la Roja ganó el Mundial de Suráfrica. El deporte es la enjundia de España, el valor más distinguido y arraigado de este país, el mensajero más cualificado y admirado de puertas afuera. París y Nueva York no homenajean a Zapatero o a Rajoy si ganan las elecciones. Ni a Guardiola cuando se erige en paladín de los independentistas con acusaciones tan disparatadas, peregrinas y cínicas como esa del estado autoritario, represor o dictatorial. Hay ejemplos que toman carrerilla y se estrellan, como el de Pep. Y otros que al paso, al paso, no dejan de crecer sin perder un átomo de su esencia sino todo lo contrario. Es decir, Rafael Nadal.

Proclamar a los cuatro vientos que Rafa, después de cada triunfo, de cada conquista, de cada proeza es el prototipo de la «Marca España» resulta un tanto engorroso, sobre todo para la denominación de origen que no para de nutrirse de las heroicidades de sus deportistas, y de sus beneficios económicos, pero que no tiene el detalle de mejorar las prestaciones del aclamado deporte español con una imprescindible Ley de Mecenazgo.

Con cada epopeya de los deportistas españoles, Montoro, «el ministro de Hacienda de los millonarios», que escribe Alfonso Ussía, se frota las manos porque esas victorias universalmente celebradas implican pingües ingresos para la Agencia Tributaria. Portugal dedica más dinero al deporte –que subvenciona con 45 millones– que España –35–. Y Francia o Italia, más de 400. Así que, a falta de una revisión del método y de esa Ley que nunca llega, la Marca, Nadal.